Comentarios a la Guerra de las Galias. Libro Uno. Capítulos 11 a 20.

Por Esteban Esteban J. Pérez Castilla @ProfedLetras
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Los Helvecios ya habían hecho pasar a sus tropas a través de penurias y por las fronteras de los Secuanos y habían llegado a las fronteras de los Heduos y empezaban a poblar.
Los Heduos, puesto que no podían defenderse de ellos por sus propios medios, envían legados a César para que pidan ayuda: “desde siempre según el pueblo romano había méritos de que, en presencia de vuestro ejército, no sean devastados nuestros campos, nuestros hijos no sean llevados a esclavitud y de que las ciudades no sean expugnadas”.
En este mismo tiempo, los Heduos Ambarros, aliados y consanguíneos de los Heduos, hacen sabedor a César de que, una vez despoblados los campos, no se rechazan fácilmente de las ciudades la fuerza de los enemigos.
Igualmente, los Alóbrogues, que tenían pueblos y otras posesiones tras el Ródano, se retiran en fuga hacia César y le enseñan que, excepto la tierra, nada les resta.
Movido por estas razones, César decide que no debe esperar, puesto que habían exterminado la dicha de los aliados, hasta que los Helvecios hayan llegado hasta los Santones.
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Estaba el río Saona, que a través de las fronteras de los Heduos y de los Secuanos confluye con el Ródano con increíble lentitud, de modo que no podía ser juzgado con los ojos hacia cuál de las dos partes fluía. Los Helvecios lo cruzaban tras juntar sus balsas y sus barcas.
Cuando, a través de sus exploradores, César es hecho sabedor de que ya los Helvecios habían hecho cruzar el río a tres partes de las tropas, y la cuarta parte les quedaba cerca del río Saona, tras salir de los campamentos con sus tres legiones durante la tercera vigilia, llega a aquella parte, para que de ningún modo crucara el río. Tras agredirlos, cargados y desprevenidos, mata a gran parte de ellos; los restantes se confían a la fuga y se esconden en los bosques cercanos.
Este pago se llamaba Tigurino; pues la ciudad de Helvecia por completo estaba dividida en cuatro pagos. Este mismo pago, tras salir de casa, había matado al cónsul L. Casio en tiempo de nuestros padres y había hecho miserable a su ejército bajo su yugo.
Así, ya sea por la casualidad, ya sea por designio de los dioses inmortales, aquella parte de la ciudad de Helvecia había llevado una insigne calamidad al pueblo Romano y ella pagó totalmente la pena en primer lugar.
En este asunto, César vengó no solo públicas, sino también injurias privadas, puesto que los Tigurinos habían matado al abuelo de su suegro L. Pisón, el legado L. Pisón, en la misma batalla en la que a Casio.
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Terminada esta batalla, para poder seguir a las restantes tropas de los Helvecios, ordena que se haga un puente en el Saona y hace cruzar al ejército.
Los Helvecios, preocupados por su repentina llegada, como vieron que aquél había hecho en un mismo día aquello que ellos mismos habían hecho a muy duras penas en veinte, envían legados junto a él.
De aquella legación el primero fue Divicón, que había sido el comandante de los Helvecios en la guerra Casiana. Él mismo entonces llevó con César: si el pueblo Romano hace las paces con los Helvecios, los Helvecios se irán hacia aquella parte y estarán allí, donde César les diga y quiera que estén; pero si continúan persiguiéndolos con la guerra, y se recordará tanto la antigua incomodidad del Pueblo Romano como la prístina virtud de los Helvecios.
Porque de improviso un pago fuera atacado, como a ellos que habían cruzado el río no podían llevarles ayuda, no por este asunto ni en gran medida su virtud apreciaría ni a ellos mismos se despreciaría. Que, así, él había aprendido de sus padres y sus mayores que más pelease según la virtud que se ayudara según el engaño o en las insidias. Por lo que no buscara que el lugar donde estaba, por una desgracia del pueblo Romano y matanza del ejército tomara nombre o se fijara en la memoria.
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A ellos les respondió César: tanto menos le causaba dudas, puesto que de aquellos asuntos que los legados Helvecios mencionaban él tenía memoria, y tanto más gravemente aceptaba que impida que caigan bajo el mérito del pueblo Romano, a quien, si hubiera sido consciente de la injuria de alguno contra él, no le hubiera sido difícil ponerse en guardia. Pero (pensaba que había sido) engañado, porque no pensaba que hubiera una falta por la que temer y no consideraba que debiera temer sin una razón.
Si quería que se olvidara de la vieja afrenta, ¿acaso también de la más reciente, que sin su consentimiento el camino a través de la provincia habían intentado por la fuerza, que a los Heduos, que a los Ambarros, que a los Alóbrogues habían vejado, podía olvidarlo?
Que se hubieran jactado de tu victoria tan insolentemente y que tanto tiempo él impunemente había llevado se sorprendían, tenía que ver con eso mismo: acostumbran los dioses inmortales, para que más gravemente los hombres se duelan del cambio de sus circunstancias, a los que quieren castigar por su crimen, concederles asuntos favorables alguna vez e impunidad duradera.
Aunque las cosas están así, sin embargo, si le son dados rehenes de ellos, pensaba que haríann estas cosas que prometían, y si para con los Heduos de las injurias que a ellos mismos y a sus socios llevaron, e igualmente para con los Alóbrogues hicieran suficiente, él con ellos haría la paz.
Divicón responde: los Helvecios por sus mayores son instruidos para que acostumbren a tomar rehenes, no darlos. De esto el pueblo Romano era testigo. Tras dar esta respuesta, se fue.
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Al día siguiente mueven los campamentos de lugar. César hace lo mismo y a toda la caballería, hasta un número de cuatro mil, que de toda la provincia y de los Heduos y de todos los aliados había reunido, envía para que vean las partes hacia las que los enemigos hacían el camino.
Estos, con mucho deseo siguiendo a la retaguardia continuamente, en otro lugar con la caballería de los Helvecios entablan batalla; y unos pocos de los nuestros caen.
Los Helvecios, engreídos por esta batalla, puesto que con quinientos caballeros habían rechazado a tal cantidad de caballeros, muy valientes se detienen no poco y con la retaguardia empiezan a provocar.
César contenía a los suyos de la batalla, y mucho tenía en presencia rechazar a los enemigos con rapiñas, forrajes y devastaciones.
Así, durante alrededor de quince días, hicieron el camino para que, entre la retaguardia de los enemigos y nuestra primera, no más amplio de cincuenta o seis mil pasos mediaran.
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Mientras tanto, cada día César a los Heduos por el alimento, porque estaban públicamente prometidos, instaba. Pues a causa de los fríos de ningún modo había alimentos maduros en los campos, pero tampoco tenían suficiente de tan gran cantidad de pastos.
Pero de este alimento que por el río arar con naves habían subido poco podía servirse, porque el camino del Arar los Helvecios habían dejado, y no quería separarse de ellos.
Día tras día los Heduos lo convencían: está siendo reunido, esta siendo transportado, decían que estaba cerca. Cuando comprendió que había estado convencido mucho tiempo y apremiaba el día en que debía distribuir el alimento entre los soldados, convocados los primeros de ellos, de los cuales gran cantidad tenía en los campamentos, entre estos a Diviciaco y Lisco, que estaba al frente del sumo magistrado, que los Heduos llaman Vergobredo, que se crea por un año y de vida y muerte entre los suyos tiene poder, acusa a ellos gravemente de que, como ni compre ni pueda cogerlo de los campos, siendo tan necesario el tiempo, tan próximos los enemigos, por ellos no era apoyado, sobre todo cuando había emprendido la guerra movido por las súplicas de gran parte. También se quejaba muy gravemente de que estuviera abandonado.
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Solo entonces Lisco, movido por el discurso de César, manifiesta lo que antes había callado: había no pocos, de los cuales la autoridad entre la plebe valía mucho, que en privado más podían que los mismos magistrados.
Y estos con un discurso ímprobo y sedicioso, hacían cambiar de parecer a la multitud de que entregaran el alimento que debían: aseguraban que, si ya el poder de la Galia no podían obtener, de los Galos preferían el mandato antes que el de los Romanos, y no dudaban de que, si los Romanos superaban a los Helvecios, junto con el resto de la Galia serían privados de la libertad con los Heduos.
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César se daba cuenta de que en este discurso de Lisco, se refería a Dumnorix, hermano de Dividiaco, pero, puesto que no quería jactarse de este asunto delante de tantos presentes, disuelve el concilio y retiene a Lisco.
Pregunta a él solo las cosas que había dicho en la reunión; descubre que son verdad: que el mismo Dumnorix, con gran audacia y con gran aprobación entre la plebe por causa de su liberalidad está deseoso de una revolución.
Durante muchos años los peajes y todas las restantes arrendados de los Helvecios con un pequeño precio tenía redimidos, por lo que, mientras él lo permitiera, nadie se atrevería a pujar en contra.
Por estas razones no solo su familia había acrecentado, sino que también había preparado grandes facilidades para perdonar; y el gran número de caballeros siempre aumentaba por su riqueza y los tenía a su alrededor, y no solo en su casa, sino también en las ciudades vecinas tenía podía anchamente, y por causa de poderío a su madre había dado en matrimonio a más noble y más potente de los hombre entre los Bituriges. Él mismo tenía una esposa de los Helvecios, y a una hermana de su madre y a parientas suyas había dado en matrimonio a otras ciudades.
Era favorable y estaba a favor de los Helvecios a causa de su afinidad, mientras que odiaba por su fama a César y a los romanos, porque desde su llegada había decrecido su poder y su hermano Diviciaco había sido restituido a su antiguo lugar de favor y honor.
Si algo le sucediera a los Romanos, tenía la gran esperanza de obtener el mando a través de los Helvecios. Había perdido toda la esperanza del poder por causa del pueblo Romano, pero también de todas aquellas cosas que tenía en favor.
Cesar hallaba, en su interrogatorio acerca de la batalla ecuestre desfavorable se había tramado pocos días antes, que el comienzo de su fuga se había llevado a cabo por Dumnorix y sus caballeros (pues en la caballería, a que en auxilio habían enviado los Heduos a César, Dumnorix mandaba: tras la fuga de ellos solo habían quedado caballeros asustados.
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Conocidos estos asuntos, puesto que a estas sospechas habían precedido asuntos muy verdaderos -que a través de las fronteras de lo Sequanos había hecho pasar a los Helvecios, que había procurado se les diera rehenes entre ellos, que todas estas cosas había hecho sin su orden ni la de la ciudad y también siendo desconocedores, que había sido acusado por el magistrado de los Heduos- pensaba que esas causas serían suficientes para que bien él mismo lo castigara o bien mandara la ciudad castigarle .
Con todos estos asuntos era incompatible una sola cosa, que de su hermano Diviciaco el mayor afecto hacia el pueblo romano, la mayor voluntad en su favor, una lealtad distinguida, justicia y moderación había conocido; así, temía que ofendiera el ánimo de Diviciaco por el castigo de aquel.
Así, antes de intentar cualquier cosa, manda llamar a Diviciaco junto a él y, dejados a parte los intérpretes cotidianos, a través de C. Valerio Trocillo, el primero de la provincia de la Galia, familiar suyo, en quién tenía la mayor confianza para todos los asuntos, conversa con él.
Al mismo tiempo, le hace recordar las cosas que, estando el presente, en el Concilio de los Galos se dijeron acerca Dumnorix y le pone delante las cosas que por separado cada uno había dicho de aquel. Le pide y le exhorta que, sin la ofensión de su ánimo o bien él mismo, conocida la causa, tomará una decisión acerca de él o bien mandará a su ciudad tomar una decisión.
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Diviciaco, con muchas lágrimas, abrazado a cesar, empieza a pedir vivamente que no tome una decisión que fuera muy rigurosa contra su hermano: sabía que aquellas cosas eran verdaderas y los dolores se apoderaban de nadie más que de él, porque, cuando él mismo por lo mucho de su casa y en el resto de la Galia, y aquel podía poco a causa de la adolescencia, a través de él había crecido. De estos recursos y de las ligaduras no solo para disminuir el favor, sino también para su desgracia se había servido.
Sin embargo, tanto el amor fraternal como la opinión del vulgo le habían conmovido. Porque si algo grave a él por César le ocurriera, como él su lugar de amistad tenía junto a él, nadie creería que no se había hecho con su consentimiento; por esta razón ocurriría que los corazones de toda la Galia se alejarían de él.
Como estas cosas con muchas palabras, llorando, pedía de César, César le coge la mano derecha y, tras consolarlo, le pide que termine de hablar; tan grande es el favor de él, le dice, que tanto la injuria contra la República como su propio dolor por su voluntad y ruegos perdona.
Llama a Dumnórix ante sí e invita a su hermano. Le manifiesta todo lo que desaprueba en él, las cosas que él mismo sabía, le pone delante las cosas que la ciudad había averiguado; y le advierte que en los tiempos restantes todas las sospechas evite; le dice que le perdona las cosas pasadas por su hermano Diviciaco.
Pone expías a Dumnorix para que, las cosas que lleve a cabo, y con cualquiera que hable, pueda saber.