Cómicos

Por Desdelaterraza
   Durante el reinado de los Austria, y especialmente durante el de los Austria menores, el teatro fue divertimento habitual de las gentes. Al principio las representaciones se celebraban en las plazas, a veces sobre tablados montados ex profeso, en ventas o posadas, en patios de palacios y casas particulares; pero ya vencida la mitad del siglo XVI las funciones comenzaron a presentarse en espacios destinados a ello. Se les llamó corrales, pues era en esos patios que separaban las casas de vecinos, en los que se acomodaba el tablado y construían pequeñas gradas y palcos, a veces protegidos por tejadillos, quedando el centro del patio descubierto y ocupado por bancos y sillas. Descendientes, si así se puede decir, de aquellos espacios son los actuales patios de butacas de nuestros modernos teatros. También, en ocasiones, se abrían ventanas en las paredes de las casas que cerraban el local, que si no eran aprovechadas por los vecinos, se alquilaban a espectadores dispuestos a pagar al propietario por acceder al mirador.

   Pero si importante era tener un lugar donde representar, para el pueblo y los grandes señores que acudían a estos corrales de comedias, las funciones que los famosos autores de la época escribían, no lo eran menos quienes las interpretaban.


   Eran muchos los intérpretes, tanto hombres como mujeres, que alcanzaron notoriedad. En bastantes ocasiones contraían matrimonio, no tanto por un cariño sincero, sino por cuanto les estaba prohibido a las actrices ejercer la farándula como solteras. Y es que las actrices eran muy perseguidas por galanes de alta alcurnia que acudían a los corrales no sólo a disfrutar de la escena, sino a la conquista de las cómicas, y se trataba con esa imposición mantener la virtud de las mismas. Fue peor el remedio que la enfermedad, si es que había tal, pues no sólo los galanteos de unos y las coqueterías de otras se sucedían, sino que los maridos resultaban a los ojos del mundo complacientes consentidores. Poco importaba que para los esposos el amor no fuera sustento del vínculo matrimonial, la burla y el escarnio recaían sobre ellos. Aunque no en todos los casos fue así: Jusepa Vaca y Juan Morales era un matrimonio de actores muy de moda durante los reinados de Felipe III y Felipe IV. Ella, según se decía, coqueta y muy perseguida por conquistadores de la nobleza; él, según aseguraban, muy celoso. Varios, cuenta el conde de Villamediana, fueron los pretendientes a los favores de Jusepa. Duques como el del Pastrana, Feria o Rioseco; marqueses como los de Alcañices, Viñaflor, Peñafiel o Villanueva del Fresno o condes como Olivares y Saldaña disputaron su favor mientras él, esposo vigilante, hizo pública la amenaza de ensartar con su acero a quien osara entretenerse con su esposa. Alguno debió darse por aludido pues durante una función, unos dicen que el duque de Medina, otros que el conde de Villamediana, desde su asiento se levantó recitándole a Morales:  

                                 Con tanta felpa en la capa                                 y tanta cadena de oro                                 el marido de la Vaca                                ¿qué puede ser sino toro?
   Otro caso de matrimonio de actores, sin duda tocados por el afecto mutuo fue el formado por Miguel Ruiz y Ana Martínez, a la que todo el mundo llamaba “La Baltasara”. Estaba especializada en interpretar papeles de hombre, lo que no impedía tener una legión de adoradores. Uno de ellos era estudiante en Salamanca, y tan prendado estaba de la actriz, que dejó sus estudios para poder manifestarle su pasión en todo momento. Pero sucedió que tras una función en el corral de la Olivera, en Valencia, Baltasara, tocada por un estado de gracia espiritual decidió sacrificar su vida a la fe cristiana, y renegando de cuantas ligerezas cegaban su entendimiento, dejó el teatro, abandonó a su marido y marchó a Cartagena para consagrar su vida al ascetismo. Fue entonces su esposo, que sin duda la quería, o al menos la necesitaba, pues fue acompañado de una figuranta de la compañía, en pos de la esposa. Pero llegados a la ermita, tratando de convencerla para que volviera al siglo, fue Baltasara la que convenció a su consorte y aun a la acompañante, que adoptaron también la vida eremítica. Años después Vélez de Guevara, con Rojas Zorrilla y Antonio Coello compusieron “La gran comedia de la Baltasara” basada en la historia verdadera de la gran actriz.
   Y hablando de grandes actrices, no se puede pasar al capítulo de los actores sin nombrar a la más famosa de todas, María Inés Calderón, de la que ya se dijo algo en “El hermano mayor del rey”. Porque ese hermano mayor de Carlos II fue Juan José de Austria fruto de los amoríos del rey Felipe IV con “La Calderona”. Cinco años duraron aquellos amores, que obligaron a la renuncia de un marido y un pretendiente de alta cuna, y finalizaron con la comedianta en un convento.

   También entre los hombres hubo histriones de mucha fama. Entre los más notorios, si no el que más, cabe recordar a Juan Rana, al que apodaban así, con evidente sorna, por su supuesta aversión al agua; aunque su verdadero nombre fue Cosme Pérez. Era tenido por el más chistoso de los cómicos. Tal era su gracia, que era salir a escena y antes de pronunciar palabra el público reía y aplaudía a rabiar. Él, que lo sabía, se permitía, como los bufones o los enanos de palacio, hacer ingeniosos comentarios que a nadie se le habrían tolerado. Tanto éxito tenía, que los más célebres comediógrafos del Siglo de Oro escribían obras exclusivas para él, en especial entremeses, que titulaban con el nombre del actor: Los dos Juan Rana, El desafío de Juan Rana o Juan Rana toreador fueron escritas por Calderón de la Barca para él; Benavente, maestro del entremés, le escribió El doctor Juan Rana. Muchos otros hicieron lo mismo.

    Su última intervención se produjo durante el reinado de Carlos II. En el cumpleaños de la reina madre, Mariana de Austria, se representó el entremés de Calderón, El triunfo de Juan Rana, en el que el propio actor, ya retirado, mermado en sus facultades y tan mayor que apenas podía moverse, se interpretó a sí mismo en el papel de estatua. En 1672, Cosme Pérez moría en su madrileña casa de la calle Cantarranas, hoy, y desde 1844, de Lope de Vega.