Comienza el Año Dickens

Por Joseantoniobenito

Literatura

El hombre no es analítico, así, por naturaleza. Se vuelve analítico por oficio, pero de primeras recibe una impresión de totalidad. Eso lo explica muy bien Rothko, cuando justificaba

su expresionismo abstracto diciendo que los niños no empiezan sus barruntos sobre el papel

dibujando, sino pintando manchas de color. Porque lo primero que perciben de la realidad es

una fuerza totalizadora, algo integral que les sobreviene como una felicidad. Lo mismo ocurre

con la lectura. Del cuento que el padre les lee al pie de la cama, les queda una impresión de

maravilla. Los antiguos mapas de las ciudades también tenían esa voluntad de poner la mirada

en una perspectiva unificadora, en un ojo que todo lo podía abarcar, y «cuando se ve una ciudad

desde la altura nace el placer de ver el conjunto, de totalizar el más desmesurado de los textos

humanos» (Michel de Certeau).

Estas cosas las digo por hablar en parábolas sobre Dickens, del que abrimos este año el 200

aniversario de su nacimiento. La lectura de Dickens nos trae siempre un retrato global de la

familia humana y su necesidad de encontrarle sentido desde el bien y la verdad. Que la gente no

se compra, ni se trae, ni se la mide. Un libro que homenajea al inglés es Ilustrísimos señores,

que escribiera Juan Pablo I, cuando era  todavía Patriarca de Venecia. Son una serie de cartas

a personajes de la Historia o de la ficción, para la revista El Mensajero de San Antonio. El cardenal Luciani recuerda la infancia de Dickens, que parece una ilustración más de sus historias:

«Por la noche, tenías que dormir en un desván; el domingo, para acompañar a papá, lo pasabas

con toda la familia en la cárcel, en la que tus ojos infantiles se abrían asombrados, conmovidos

y atentísimos, sobre decenas y decenas de casos que movían a compasión». Y el que iba a ser

Pontífice no desaprovecha la ocasión de traspasar la crítica a la estratificación inhumana de la

Inglaterra victoriana, el vandalismo industrial y el inicio del entusiasmo por las cosas superfluas,

al corazón del siglo XX: «El uso exagerado e insensato de cosas innecesarias ha comprometido

los bienes indispensables: el aire y el agua pura, el silencio, la paz interior, el reposo». Y termina

la carta: «Hoy el mundo es una pobre casa, ¡y tiene tanta necesidad de Dios!»

Hubo un lector agonizante que pidió a Dios que le concediera diez días más de vida para leer

las historias del Club Pickwick: una manera de decirle a Dios lo maravillosamente apetecible

que Dickens hizo la vida. 

Javier Alonso Sandoica