Ahora mismo y hasta fin de la feria, Koundara se puede encontrar en la caseta 312 de la librería Muga, y a partir del jueves en la librería Punto y coma, caseta 270.
Muchas gracias a las personas que el pasado viernes se acercaron hasta la caseta 312.
Dejo aquí el comienzo de otro de los cuentos de este libro:
CAZADORES Por unas callejuelas aledañas a la Gran Vía, pero ajenas a su tránsito, me conduce hacia el restaurante chino del que me ha hablado por teléfono. Se detiene ante un neón; en él, la palabra Restaurante corona unos lustrosos caracteres chinos. Alfredo empuja la puerta del local y nos saluda una china de mediana edad. Él corresponde al saludo con la familiaridad de un cliente habitual. Aun conociendo su afán de protagonismo, encuentro excesivos sus gestos y palabras. Observo a la mujer. Me gusta su sonrisa y su blusa, bajo la que se transparenta un sujetador azul de encaje. En la mesa pegada a la puerta conversa y se ríe una joven pareja, también de chinos. Nunca he visto a chinos comiendo en un restaurante chino, pienso. Avanzamos hacia el interior. El restaurante tiene una barra a la derecha y el aspecto de haber sido un bar español corriente hasta hace no demasiado tiempo. Todo el personal y los clientes, sin embargo, son chinos. En el aire se perfila una persistente nube de humo. La camarera nos ofrece una mesa, cercana a un ventanuco que da a la cocina. A la derecha se abre otra sala, donde comen más chinos. Una chica bebe de una jarra de cerveza lo que parece una sopa con un huevo flotando. Alfredo y yo pedimos una cerveza y hojeamos la carta plastificada. Él me llama la atención sobre algunos platos. La carta, en español y chino, es extensa y raramente un precio supera los seis euros. Un restaurante chino auténtico y barato, como, unas horas antes, él me ha contado por teléfono. En esos momentos yo aún no estaba convencido de querer salir. En realidad, hasta hoy, nunca me he visto a solas con Alfredo. He coincidido con él en las reuniones que el grupo de amistad —con el que contacté a través de Internet— organiza los jueves en un bar de Huertas; también, otras dos noches, he cenado con él y cinco o seis personas más. En estas ocasiones Alfredo siempre ha exhibido, cuando opinaba sobre cualquier tema, un carácter abierto, francamente positivo. Yo no hablaba mucho en las primeras reuniones a las que asistí, me contentaba con escuchar e intervenía cuando los otros se dirigían a mí directamente. Me mostraba con ellos, como con casi todo el mundo durante al menos el último año y medio, congelado, distante. Poco a poco comprendí que el nivel de tolerancia del grupo —siempre fluctuante en número y caras nuevas— era alto, abierto a todas las opiniones expresadas con un mínimo de educación; la facción masculina se agitaba, en una amable competencia, ante la incorporación de cualquier mujer medianamente atractiva. Este sábado no tenía previsto salir y Alfredo me ha llamado sobre la una de la tarde. Él afirmaba que otros miembros del grupo de amistad querían verse por la noche. Al final, sólo yo me he presentado a la hora propuesta para ir a cenar. Más tarde Alfredo ha quedado con otros dos hombres, de casi cincuenta años. Nosotros aún no alcanzamos los cuarenta. Alfredo tiene dos más que yo y una única hija también dos años más mayor que la mía. Ambos estamos divorciados; él, también, dos años antes que yo. La coincidencia es tan llamativa (la correlación se mantiene con la edad de su exmujer y la mía) que él, desde el día en que pusimos en común estas cifras —el primer sábado que cenamos en grupo, tras tomar alguna copa— siente una simpatía o cercanía natural hacia mí, que a veces parece querer transformar en tutelaje.
Bajo la recomendación de Alfredo, pedimos una ensalada de algas, unas empanadillas grandes, pescado rebozado con miel y tallarines con gambas. Hasta nosotros llegan las risas del cuarto contiguo, las voces entrelazadas e incomprensibles de un grupo de seis jóvenes. La camarera empieza a traer los platos y Alfredo me habla de Rebeca, una mujer de unos cuarenta años, con la que yo he coincidido dos veces en las reuniones de los jueves. Él le pidió el sábado anterior que se fuese a pasar la noche a su casa y ella le rechazó. «Aún tiene demasiado reciente lo de su divorcio y, además, está un poco mayor, ¿no crees?», concluye con una sonrisa de complicidad. Salvo la ensalada de algas, que considero insípida, el resto de los platos me agrada. En algún momento me he olvidado del humo de tabaco que carga el ambiente. Hemos pedido otras dos cervezas para acabar la comida y cuando, ya llenos, renunciamos a vaciar las fuentes, Alfredo me propone pedir una copa y quedarnos conversando en la mesa un rato más. Todavía queda tiempo para reunirnos con los otros dos hombres y a él parece gustarle este lugar barato y exótico. A esto último contribuye, aunque parezca contradictorio, la ausencia de la parafernalia habitual en los restaurantes chinos, imágenes estereotipadas de pagodas, dragones, cascadas… En un rincón elevado, íntimo, una televisión emite un canal de vídeos musicales chinos. La camarera nos retira los platos y nos sirve las copas, ambas de whisky con coca-cola. Alfredo gira la cabeza y descubre a la joven pareja sobre la que yo estaba posando la vista cuando comíamos. La mira. Después vuelve a enfocar sus ojos sobre mí, tuerce el gesto, bebe de su copa y, bajando el tono de voz, con un semblante más serio que el que ha mantenido durante la noche, me pregunta si alguna vez yo he pensado en la existencia de un día clave a partir del cual la ruptura de mi matrimonio se hubiese hecho inevitable.
Yo le devuelvo la mirada en silencio, le sonrío, incrédulo. Sé que él acude, o ha acudido, al psicólogo, e imagino que esa pregunta pertenece al repertorio de las que este especialista le ha de hacer, o le ha hecho, a él. Una pregunta a la vez concreta y general, una pregunta sobre la que poder hablar durante horas, semana tras semana. Alfredo confirma mis sospechas. Me dice que antes de acudir, una vez por semana, a la consulta del psicólogo (que le pagaron sus padres, como me contó otra noche de sábado), él pensaba que el momento exacto que le condujo al fin de su relación tuvo lugar cuando su mujer descubrió la existencia de una nueva amante, tras haberle perdonado una infidelidad previa. Pero el psicólogo le había obligado a buscar con más profundidad dentro de sí mismo. Que su exmujer descubriese sus infidelidades no era lo que le había llevado al divorcio, debía preguntarse por qué era infiel, qué era lo que buscaba fuera del matrimonio que éste no le daba. Tras semanas de indagación personal, se había convencido de que el momento o la situación clave se había dado bastante antes de lo que él creía. Había conseguido aislar el recuerdo de una tarde en la piscina de la urbanización donde vivía entonces. Ese día había tomado conciencia, de modo inexorable, del paso del tiempo en el cuerpo de su mujer (tras un aborto natural y el parto de su hija). Allí estaba él, recién salido del agua, apoyado en una barandilla, al sol, observando a las veinteañeras con las que —gracias a su cuerpo musculoso— deseaba seguir sintiéndose unido. Esa tarde en la piscina, hacía cinco años, fue el comienzo del fin, la antesala de su nueva vida de grupos de amistad, de páginas web de contactos, de la custodia compartida de su hija, de dejar su urbanización con piscina y tener que vivir en un piso de alquiler con otro divorciado. Y del dinero, de mirar el dinero como no lo había hecho hasta entonces, para hacer compatibles todos sus nuevos gastos; el dinero del alquiler y el dinero de la pensión alimenticia de su hija, el dinero de salir y el dinero de su vida cotidiana.