Este reportaje histórico, publicado en «El Informador» el 23 de junio de 1991, cobra actualidad con motivo de la pandemia de Covid-19 que hoy sufre nuestro país. El lector encontrará aquí, entre otras muchas semejanzas, la que en desgracias nacionales siempre hay gente que arriesga su vida por los demás, mientras otros tratan de aprovecharlas para llevar agua a su molino.
Panteón de Los Ángeles abierto en esta ciudad en 1833 para sepultar a los muertos que no cabían en los otros dos cementerios.
Murieron 20,000 en el Estado (3,275 en Guadalajara).
En Jalisco, sólo Tapalpa escapó a la epidemia.
El gobernador en persona salió a curar a los pobres.
Y para colmo de los males estalló la guerra civil.
JAVIER MEDINA LOERA
Aquel verano de 1833 fue tan funesto para los habitantes de Guadalajara y del Estado que durante muchos años se recordó con horror y se tomó como punto de referencia para hablar de lo que sucedió antes y después del cólera.
Hubo día en que fallecieron cerca de 300 personas en Guadalajara, que en ese año apenas pasaba de 40,000 habitantes.
Acerca de esta epidemia que azotó a Jalisco en 1833, dice don Luis Pérez Verdía que ocasionaba “terribles calambres y evacuaciones constantes que producían en pocas horas la muerte irresistible, pues muy raro era aquél que atacado por la enfermedad lograba salvarse…
“El aspecto de la ciudad era tétrico; por las calles se veían únicamente cadáveres que se llevaban a sepultar, personas afligidas que corrían en busca de médicos o sacerdotes y vecinos espantados que se comunicaban las noticias de nuevas defunciones de amigos o conocidos.
“El sacerdote que empezaba a ejercer su noble ministerio apenas salía de una casa, cuando era atrapado por alguno de los muchos que esperaban, hasta que el contagio lo inhabilitaba para caminar.
“Las iglesias cerradas, el mercado exhausto, las calles desiertas, las reuniones prohibidas, las familias a dieta, las rogativas públicas constantes, los vecinos saliendo de las poblaciones infectadas para ir a otras donde aún no llegaba la epidemia, siendo allí entonces de las primeras víctimas, o bien a los pueblos que ya habían sido asolados y en ese evento iban frecuentemente a contarse por los últimos casos funestos que allá se registraban. Tapalpa fue el único pueblo que se escapó de la epidemia, y Tonalá y Chapala aquéllos en que se mostró más benigna”.
La necesidad de dar oportuna sepultura a tantas víctimas del cólera obligó al Guardián del Convento de San Francisco a inaugurar el Cementerio de los Ángeles, ya que los dos que había resultaron insuficientes, dice don Luis Páez Brotchie.
Víctima de la terrible epidemia del Cólera Morbus –narra el también historiador Ignacio Dávila Garibi—fue el señor Maestrescuelas Dr. D. Miguel Ignacio de Gárate Odrias y Manzano, quien pasó a mejor vida el 8 de agosto de 1833 y el mismo día fue sepultado su cadáver en la Catedral en el osario de los señores capitulares.
Ese día comenzaba el señor Gárate a celebrar el augusto sacrificio, cuando intempestivamente se vio atacado de la terrible epidemia que tantas víctimas estaba causando en la ciudad y pidió al acólito que le llevara inmediatamente un sacerdote para confesarse, lo cual sorprendió mucho al acólito, quien se atrevió a decir:
—“¿Pero cómo se quiere confesar usted si está celebrando la santa misa?”
A lo que contestó el señor Maestrescuelas:
—“No pierdas tiempo; corre por el padre, que no es lo mismo confesarse para decir misa que confesarse para morir”.
Del 24 de julio al 20 de septiembre el Cólera Morbus produjo en Guadalajara 3,275 defunciones en una población de 40,000 habitantes (más del ocho por ciento), por lo que el año 1833 fue llamado del “Cólera Grande” para diferenciarlo del registrado años después, en 1850, que por sus menores consecuencias fue llamado el “Cólera Chico”.
¿Pero qué es el cólera?
La Secretaría de Salud lo define como una infección gastrointestinal aguda, cuyas principales manifestaciones son vómito y diarrea abundante. La principal complicación es la deshidratación grave que en caso de no tratarse puede llevar a la muerte.
Es causado por una bacteria que se llama “Vibrio Cholerae”, la cual es tan frágil que puede morir fácilmente al contacto con desinfectantes como el cloro y los antibióticos, y se transmite por la ingestión de agua o alimentos contaminados.
Desde la más remota antigüedad han existido diversas pandemias, sobre todo en Asia entre los siglos XV y XVIII. En los siglos XIX y XX se reportaron siete pandemias, de las cuales sólo tres afectaron gravemente a México, en los años 1833, 1850 y 1917.
Al tener conocimiento de la epidemia, en 1832, el Gobierno de México dispuso la cuarentena de los buques procedentes de lugares sospechosos. Sin embargo, la enfermedad llegó de dos puntos: de Nueva Orleáns, infectada en 1832, y de La Habana en 1833. La penetración por el Norte fue advertida en Saltillo el 27 de junio y la procedente de La Habana llegó a Campeche, Yucatán y Tampico.
La primera ciudad atacada en el interior del país fue San Luis Potosí, donde el 28 de junio se certificó el primer caso de cólera; luego, entre el 14 y 15 de julio se extendió a Aguascalientes y Zacatecas, y el día 24 del mismo mes se presentó el primer caso mortal en Guadalajara.
Para agosto la epidemia se encontraba en la Ciudad de México, donde causó más de 14,000 defunciones, extendiéndose a casi toda la República.
La propagación siguió el trayecto de las vías públicas y el sentido de las corrientes de los ríos.
La mortandad ocasionada fue muy diferente de un lugar a otro, pues mientras algunas poblaciones escaparon totalmente a este azote, como ya lo dice Pérez Verdía en el caso de Tapalpa, en otras sus habitantes fueron diezmados hasta en 50 por ciento.
Guadalajara se prepara
En tiempos del Cólera Grande gobernaba Jalisco el doctor Pedro Tamés y Bernal, reconocido incluso por sus adversarios políticos como un hombre talentoso, prudente, honrado y caritativo, quien durante la epidemia, en los días de mayor angustia y peligro “dio muestras de valor y filantropía, asistiendo a toda hora como facultativo a multitud de pobres”, a los que en la mayoría de los casos recetaba sin cobrarles ni un centavo.
El doctor Tamés, considerado como un liberal radical, gobernó el Estado del 1 de marzo de 1833 al 13 de junio de 1834.
Aparte de la inminente llegada del cólera, el doctor Tamés tenía también ante sí otro grave problema: preparar la ciudad para un posible ataque rebelde y conjuntar una división de mil hombres para ir en ayuda del general Santa Anna, ya que, para colmo de los males, se había iniciado la guerra civil.
En medio de estas preocupaciones –dice Hutchinson—el doctor Tamés recibió una poco comedida carta de Santa Anna donde este le recriminaba la apatía y la indiferencia del Estado de Jalisco por la justa causa federalista.
En realidad desde 1831 los periódicos de México hablaban ya sobre los estragos causados por el cólera en Europa, de tal suerte que en febrero de 1833, cuando se supo que la epidemia dejaba miles de víctimas en La Habana, la gente se empezó a preocupar y en Guadalajara se empezaron a tomar providencias.
De hecho, desde el 22 de septiembre de 1832 la Junta Superior de Salud Pública de esta capital, presidida por José Joaquín González, se había dirigido al gobernador José Ignacio Herrera diciéndole que lamentaba no poder complacer la medida tomada por el Congreso del Estado para elaborar en un plazo de diez días “un reglamento minucioso y circunstanciado que comprenda tanto las medidas precautorias que deban tomarse para evitar la internación del Cólera Morbus como para auxiliar a la humanidad doliente en caso de que se verifique el contagio”.
La Junta argumentaha que era “vasto el trabajo y corto el tiempo, ninguno el teatro de observación y varios los problemas qué resolver” para cumplir esa tarea.
Decía que, por ejemplo, “la mayor parte de los médicos europeos opinan que el Cólera Morbus no es contagioso, en cuyo caso, como se ve claramente, son inútiles los cordones sanitarios, el aislamiento de los enfermos, las cuarentenas que se hace guardar a los buques, las fumigaciones. Pero hay otra parte de profesores, que no es tan grande a la verdad, más sí respetable por los conocimientos y por el noble objeto que les anima, que es de parecer contrario y que también alega hechos y observaciones a su favor…
“Solamente sobre un punto estamos acordes los observadores en cuanto a medidas precautorias, es a saber: la policía pública y privada, la ventilación de los lugares, la serenidad de los espíritus y la seguridad de la subsistencia”.
En cuanto al método curativo, la Junta advertía sobre la insuficiencia de los dos hospitales de la ciudad, por lo que solicitaba la construcción de otros seis, para cada uno de los cuarteles en que estaba dividida Guadalajara, así como hospitales o lazaretos en los pueblos foráneos, con facultativos y botica.
Los diputados deliberaron sobre la respuesta de la Junta, y según consta en documentos del Archivo Histórico de Jalisco y en el Tomo V de la Colección de Decretos del Poder Legislativo, en vez de aprobar específicamente el programa propuesto, el Congreso expidió el Decreto No. 471 del 22 de febrero de 1833, que “faculta omnímodamente al Gobierno para que de acuerdo con su consejo y ayuda a la Junta Superior de Salud Pública, dicte todas las medidas que estime convenientes para proveer al Estado de cuantos auxilios necesite si fuera atacado del Cólera Morbus; para ello (se autorizan) los gastos que sean precisos del erario del mismo o de cualesquiera otros fondos públicos”.
Ataca la epidemia
Gracias a la acuciosa investigación realizada por Lilia V. Oliver sobre el cólera de 1833 en Guadalajara, sabemos que el 24 de julio murió aquí la primera víctima: un niño de diez años de edad llamado Saturnino Jiménez Cabello, que vivía en el centro de la ciudad.
El 13 de agosto hubo 238 muertos, de los cuales 30 eran niños y jóvenes, 139 adultos y 69 ancianos, entre hombres y mujeres, sepultados en su mayoría en el Panteón de Belén.
La epidemia duró en la ciudad casi dos meses, del 24 de julio a finales de septiembre, pero en los tres meses siguientes continuaron presentándose casos aislados.
Incluso la celebración de la Independencia de México, para la cual se había nombrado una comisión organizadora desde principios de agosto, tuvo que aplazarse ese año hasta el 4 de diciembre, porque la gente seguía muriendo y había la prohibición oficial de hacer reuniones numerosas.
Las tasas brutas de mortalidad por parroquia fueron: Analco, 120.4 por cada 1,000 habitantes; Mexicaltzingo, 80.18; Sagrario, 46.53; Jesús, 85.17, y Santuario, 90.81 muertos por cada 1,000 habitantes, de donde resulta que la mortalidad más alta se registró en el barrio de Analco, poblado por gente humilde de origen indígena, y la más baja en El Sagrario, en el centro de la ciudad, donde vivía la gente de mayores recursos.
Es muy significativo que según las actas de defunción levantadas por los párrocos, el 99 por ciento de los “coléricos” tapatíos fueron enterrados “de limosna”, ya que de los 3,275 entierros, sólo 34 no fueron “de limosna”, es decir, que por las condición económica de esos muertitos, los dolientes pudieron pagar por ellos.
El hecho de que la epidemia afectara especialmente a la gente humilde, concluye Lilia V. Oliver, refleja las degradantes condiciones en que vivían aquellas masas de población, y esto no era señal de un castigo divino por las reformas liberales, como afirmaban el Clero y los conservadores, sino de la incapacidad de la ciudad para proteger a todos sus habitantes.
Tratamientos dolorosos
Para la primera mitad del Siglo XIX en México no se desarrollaba aún la investigación en cólera, por lo que la terapéutica aplicada en Guadalajara y otras ciudades del país era por lo general la importada de Europa, manejándose concepciones médicas de siglos anteriores al XIX o se echaba mano de una medicina popular derivada de la tradición indígena.
Al respecto, Olivera señala que privaba en los médicos el espíritu de atacar los efectos del cólera sin preguntarse las causas. Si al “colérico” le descendía la temperatura corporal, se ordenaban “friegas” que estimularan la circulación sanguínea, y que eran muy dolorosas. Si dolores intensos y convulsiones, se respondía con una maravilla del Siglo XIX, la morfina. Y en el extremo de este rezago terapéutico, pensando que el cólera había envenenado la sangre del enfermo, se ordenaba, “si este era lo bastante robusto y sanguíneo”, la antiquísima práctica de la sangría, para que arrojase fuera la parte corrompida de la sangre.
Como era de esperarse, sólo aquellos individuos muy bien alimentados soportaban tanto el cólera como el tratamiento y, por lo tanto, la mayor parte de la población afectada sucumbía a los fatales vibriones.
Las medidas sanitarias
La Junta de Sanidad de Guadalajara hizo hincapié en 1833 en el aseo público y en la limpieza de las habitaciones, aconsejando también la ventilación de los lugares y el aseo de las calles.
En sesión del 28 de enero de 1833 el Sr. Juan José Serrano propuso que se mandaran construir seis carretones que recogieran de parte de noche los excrementos que se arrojaban en las esquinas.
Otra medida propuesta por el Sr. Tiburcio Gutiérrez, vocal del Ayuntamiento, fue que “se construyeran caños subterráneos grandes en la medianía de las calles para desaguar en ellos los de las casas”.
El ambiente físico de Guadalajara era propicio para el contagio. El agua que consumían los tapatíos la obtenían de pozos domésticos que fácilmente se contaminaban. El Rio de San Juan de Dios corría a cielo abierto, el agua sucia corría también por la vía pública, la basura se acumulaba y los cerdos se paseaban tranquilamente por las calles de la ciudad.
Algunas de las medidas tomadas por las autoridades trataban de mejorar estas condiciones, como es el caso del acuerdo firmado por el Jefe Político del Primer Cantón el 5 de agosto de 1833, que disponía el entierro de los muertos diez horas después de haber fallecido; la suspensión de labores en tenerías, almidonerías y jabonerías, por considerarlas contaminantes, y la prohibición absoluta de la venta de vinos y licores.
También se ordenó que las calles y el interior de las casas estuvieran barridos y regados a las ocho de la mañana, que no se hicieran riegos con aguas sucias, que no hubiera reuniones numerosas y que “las casas de billar, lotería y sociedad se cierren precisamente a las oraciones de la noche”.
Panorama desolador
Sobre el ambiente que vivía Jalisco en aquellos días habla el 3 de octubre de 1834, un año después de la catástrofe, el gobernador José Antonio Romero, en un informe rendido al gobierno de Antonio López de Santa Anna.
En este documento, que aparece en la colección “Jalisco, Testimonio de sus Gobernantes”, el gobernador Romero reconoce un déficit anual de 12,857 pesos en el presupuesto estatal (muy alto para aquellas fechas), “esto sin mencionar gastos extraordinarios que por desgracia son frecuentes y no pueden cubrirse de otro modo que con el recurso odiosísimo de préstamos forzosos que tanto se han usado en este Estado; se hallan casi todos insolutos y han sido en mucha parte causa de la exasperación general”.
Acepta igualmente que “no se han formado censos de población en los últimos años”, pero que “en base a los de 1822 habría en Jalisco 722,885 habitantes, sin otra rebaja considerable que la ocasionada por las pestes de viruelas en el año de 30 y Cólera Morbus en el próximo pasado. De esta última hay constancia que cercenó la población en el número de 20,000 almas, y de la otra se puede asegurar sin temor a equivocarse, que no lo fue inferior, aunque menos notable por haberse explicado solamente entre los niños”.
Admite también que “ninguna mejora se ha hecho en el Estado desde su fundación, pese a lo mucho que se ha hablado de proyectos tales como caminos, calzadas, canales, puentes, etcétera”.
El gobernador se queja asimismo de la pésima administración de justicia, “que es el primer resorte de la felicidad del pueblo (y que) es justamente lo que se haya en peor estado”.
Sobre el comercio de frutos dice que “es miserable, pues los frutos preciosos que podrían sufrir el recargo de fletes y destinarse a la exportación, apenas bastan para el surtido del Estado, como el azúcar, el añil y un poco de grana”.
Finalmente, en la educación, más de 40 por ciento de los pueblos no tienen escuela en los cantones, respecto de los que la disfrutan “y en un pie muy poco ventajoso”, concluye el gobernador José Antonio Romero.
No podía ser otra la visión de un gobernante ante tanta desgracia.
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