Jamás he visto mayor expresión de felicidad en la cara de alguien, que el día en que le dijimos a mamá que nos íbamos de casa.
Mi hermano Manolo y yo alquilamos un pisito en la otra punta de la ciudad, lo más lejos posible de la casa paterna. Papá y mamá merecían tomarse un respiro y perdernos de vista; al menos por un tiempo.
Desde niños no fuimos unos chicos fáciles. Pasábamos el día entero peleando. Creo incluso que -en la gestación- Manolo me intentó estrangular; si no, ¿cómo se explica que naciera con una marca amoratada de unos dedos en mi cuello? ¿Y motivos?... A cientos. Que si por el biberón, a ver a quién se lo daban antes. Por los juguetes o por el color de la bici y siempre la bronca más gorda se disputaba a la hora de elegir la indumentaria para el derby Madrid-Atleti… Manolo es sufridor por naturaleza.
No recuerdo ni un solo día de nuestra vida en armonía. Mamá siempre decía que había que "llevarse bien… como buenos hermanos" o que teníamos que "compartir las cosas… como buenos hermanos", pero lo cierto es que no pudo ser.
En el piso hemos confeccionado una lista de reglas. Por ejemplo, si invitamos a una chica, o con el volumen de la música, o con la posesión del mando de la tele… Y parece que la cosa está funcionando a las mil maravillas. Esto es como todo y, día tras día, le repito a mi hermano Manolo:
“¿Ves como si uno se lo propone no es tan difícil llevarse bien?... Hagamos que florezca la armonía… Como buenos siameses.”
Texto: Towanda