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La tendencia del público, reflejada en la industria, norteamericana de convertir en siniestros iconos pop a sus asesinos proviene de una tradición menos reciente que las apropiaciones/resurrecciones elaboradas durante la primera mita de la década de los 2000 en trabajos como Ed Gein (Chuck Parello 2000), Ted Bundy (Matthew Brigh, 2002), Gacy, el payaso asesino (Clive Saunders, 2003) o, incluso, Nadie está a salvo de Sam (Summer of Sam, Spike Lee, 1999)o la epigonal Zodiac (David Fincher, 2007), dos poderosos frescos sociales que usaban precisamente ese substrato pop de psychokiller, el hijo de Sam en el primer caso Zodiaco en el segundo, para retratar un momento de América a través de sus mitos populares más atravesados. Una estrategia muy cercana a la planteada por Richard Fleischer en su archimagistral El estrangulador de Boston en 1968. Precisamente la figura de Albert de Salvo había conocido un primer acercamiento, urgente y diluido, durante la década de los 60 en The Strangler (Burt Topper, 1964), periodo este durante el cual la fascinación por el psycho experimentó un primer repunte a cuenta del estruendoso éxito del Psicosis de Alfred Hitchcock en 1961, donde Norman Bates era ya un trasunto del propio Ed Gein, quien desarrolló su carera criminal edípico-necrófila a finales de los 50 y sirvió de cortada para la magistral La matanza de Texas (Tod Hopper, 1974) y la sórdida Deranged (Jeff Gillen y Allan Ormsby, 1974). Con su bajo presupuesto y su acabado cortante aquella obra maestra abrió una vía diferente para el horror: la del disfraz de
El cinema bis, el exploit, no se podía quedar parado ante aquel nuevo vivero y rápidamente se dio cuenta del cambio de horrores, dejando atrás el estilo sci-fi o las monster movies de los 50 en beneficio da la nuevas modas, las cuales incluían el terror al otro: al loco, al rocker, al paleto, al joven… Esa dicotomía entre el horror de la pantalla y el horror mundano que tan bien expresó/condensó Peter Bogdanovich en El héroe anda suelto (Targets, 1968). Entre festines de sangre espesa a lo Herschell Gordon Lewis (Blood Feast o Diez mil maníacos estaban a la vuelta de la esquina marcando el nacimiento del splatter, en 1963 y 64 respectivamente) peligros motorizados, en dos o cuatro ruedas, en multitud de títulos rockanrolleros que vehiculaban, inconscientemente, el triunfo de la neocultura del hedonismo. La gran fractura generacional entre los que volvieron de la 2ªGM y sus hijos, con el trauma intermedio de la guerra de Corea y el futuro negro de la de Vietnam como fin del sueño.
Reconduciendo hacia el lado industrial vuelvo a señalar como las microporductoras del Poverty Row, todas las casas independientes que habían sustituido la producción b de las majors tras el final del Sistema de Estudios a mediados de la década de los 50, olfatearon la veta que Psicosis abría. Entre ellas la Fairway-International, pobre entre los pobres fundada por un antiguo actor y especialista Arch Hall Sr. y que contaba con el hijo de este, el rocker adolescente Arch Hall Jr., como estrella, antes había protagonizado el film juvenil-musical The Choppers (Leigh Jason, 1961)o la psicotrónica Eegah! (Nicholas Merriwether, 1963) con el entrañable Richard Kiel a modo de
Si Gein había servido de inspiración original la Fairway tiraría de una pareja que con el tiempo adquiriría rango de leyenda romántica: Charles Starkweather y Caril Ann Fugate, el 18 años, ella 14. Once muertos en total, entre los que se cuentan los familia de la chica. Aquella historia lo tenía todo; amor adolescente, rebeldía psicópata, huida y carreteras… Terrence Malick la convirtió al lirismo en la excelente Malas Tierras (Badlands, 1973), y Quentin Tarantino y Oliver Stone, más el segundo que el primero, al grotesco hiperespectáculo satírico en Asesinos Natos (Natural Born Killers, 1994). Lo que ofrece The sadist, desde unos parámetros estético-narrativos de relato pulp llamativo, es, seguramente, la más veraz aproximación psicológica y sociológica al dúo y a su momento.
Sus rehenes, en coherencia a un discurso subterráneo sobre el terror de clase instalado en la sociedad norteamericana burguesa desde mediados de los 50, son tres profesores, presumiblemente liberales, representantes del orden, fuerzas, en definitiva, del sistema a ojos de los asesinos. A partir de esta dicotomía los que se plantea no es una ejecución, es un prolongado ejercicio de sadismo donde la humillación es una forma tortuosa de retribución.
Los tres sufridores representan diferentes arquetipos: el veterano, la joven ingenua y el macho alfa. A cada uno dedicará un sistema personalizado de violencias.
El mayor se convierte en el primer objetivo a causa de su obvia debilidad y por ocupar el puesto de reminiscencia paternal. Lo quiebra pronto mediante la ostentación de fuerza juvenil y lo desecha a continuación, ya que no supone un desafío . Será ejecutado con un disparo en pleno rostro después de un cruel juego. Lo gráfico del impacto, tomado desde atrás del cráneo de la víctima, que se sacude al recibir la descarga impresiona visto hoy, es fácil imaginar la conmoción que causaría según los estándares de 1963-. Al otro varón, veterano de guerra, lo humillará atacando su masculinidad dominante mediante un combate psicológico de resistencia, mostrándole como un cobarde incapaz de defender a sus compañeros –se justificará constantemente por esto y en el momento en el cual saque algo de valentía será asesinado-.
Y todo este vibrante discurso, pronunciado desde el corazón mismo de un film de bajísimo presupuesto rodaje en menos de dos semanas y apenas tres actores profesionales, inmejorablemente dirigidos (Marilyn Manning da un recital de estar sin que lo parezca, dibujando con la mirada la dirección de la escena, haciendo saltar chismas con su complicidad homicida infantiloide e inquietando con su indiferencia ante la violencia…), está articulado de un modo tan estiloso, agresivo e inteligente que no puede menos que asombrar. The sadist es un thriller paroxístico, un clímax constante, o más bien un “continuo” climático, donde una escena cumbre con su propio comienzo nudo y desenlace sigue a otra, ampliando así al ordalía de los protagonistas y la sensación de indefensión, de que lo siguiente será peor que lo anterior.
A la feroz plástica del conjunto colabora de forma esencial la prodigiosa fotografía y trabajo de cámara del pronto grande Vilmos Zsigmond (aquí firmando como William, y convirtiéndose en uno de los profesionales habituales de la Fairway), quien le da al conjunto una dimensión extra. Convertido en los 70 en uno de los factotums de la distintiva luz del cine norteamericano de la década se emplea aquí en un trabajo que ya exhibe una de sus mayores virtudes, el manejo de la luz natural, pero enmascarado tras un aspecto crispado, barroco que consigue un look final mezcla de naturalismo agresivo y abstracción a pleno sol. Un film a descubrir, a revalorizar y a analizar como posible simiente, como objeto de usufructo (el Kalifornia de Dominic Sena en 1993, por ejemplo, donde unos yuppies de ciudad son torturados por una pareja de paletos) y como pieza maestra secreta de ese cine norteamericano independiente de entre mediados de los 50 y mediados de los 60.