Por Silvana Melo
Es ésa la insolencia para ellas y ¿por qué no?, para ellos. Preformateados para una arena en la que hay que desangrarse por nada. En la que hay que atarse al cuello la cadena del sistema heredado. Ellos, que no tienen espejos donde mirarse, fuera de los transformers o el antiterrorismo de counter strike.
Esa es la insolencia porque las pibas llegaron desde el subsuelo de este mundo. Salieron de las cajas de los supermercados, desde las probetas del conicet, desde el cartón y la bacha del bar. Se calzaron botines, se pintaron las uñas de rojo y fundaron la revolución. Se cargaron la mochila de sombreros, gambetas y palomitas, arrancaron de cuajo cerraduras y gendarmes y tomaron el cielo por asalto.
Ayer fueron heroínas y no importa si llegan a octavos. Porque ellas ya pusieron el mundo patas arriba. A rabia y sueños cortos -de ésos que son colectivos y que inexorablemente llegan al área-, empiezan a profesionalizarse. Porque pelearon desde el submundo de los anónimos. Desde el pie de los nadies. Y ayer levantaron un 3 a 0 en pleno mundial. Eso sólo es posible con fuego. Con esa chispa sagrada que no hay diluvio que sofoque.
La AFA les paga 300 pesos por entrenamiento. Tres kilos de pan.
En los clubes no les pagan más de 5000 pesos. Menos de la mitad de una jubilación mínima. La pelea es por 15.000. Poquito más de un sueldo mínimo.
Pocas horas después de que Dalila Stábile consolaba a una escocesa que se había quedado sin mundial, salieron los varones a la cancha. El número 10 apareció en la revista Forbes: es el deportista mejor pago del planeta. El número 9 gana en el Manchester City más de 1.600.000 euros mensuales. No pudieron hacer un gol. Salvo cuando el abracadabra del var colocó un penal a sus pies.
Y no jugaban contra la Alemania del 2014. Sino contra los herederos de los estragados de la infame guerra de la Triple Alianza.
Por eso a la insolencia las pibas tienen que buscarla en Vanina Correa, cajera de un supermercado en Rosario. O en Gabriela Garton, becaria del Conicet.
La rebeldía tiene que ser hija de Virginia Gómez, cartonera, bachera y cocinera en un bar. El fuego sagrado que quemará los cielos será de la antorcha de Adriana Sachs, que trabaja limpiando. O de Aldana Cometti, que vende botones en una mercería.
El día en que las niñas y los niños puedan construirse un futuro con sus propios ladrillos será aquel cuando se miren al espejo de las chicas que dejan por un rato el horno de la panadería para entrenar por 300 pesos para el Mundial. Porque ésa es la vida que se vive, la vida verdadera. Donde se deja el aliento por torcer el rumbo que inoculó el sistema.
Mientras en las pantallas led los millonarios del planeta prometen una épica que no sienten. Y derraman en las esquinas de los pibes malabaristas la foto más brutal de la desigualdad.
Silvana Melo