08/11/2011 1:18:08
Por Yandrey Lay Fabregat
(Colaboración especial para La Tecla con Café)
Imagine que una mañana nos levantamos y nadie comenta las noticias en las calles. Están en silencio los receptores de radio. Ningún canal surca el espacio audiovisual del país. Han cerrado las agencias de información y las computadoras se han convertido en simples máquinas de escribir.
Sería una catástrofe para los que discuten de deportes, las amas de casa, para los viejitos que leen y después revenden los periódicos, los niños, para los organizadores de matutinos, los directivos, los maestros, los lectores de tabaquería y, por supuesto, para los mismos periodistas.
Las «bolas» crecerían hasta el infinito, aplastando esperanzas y fundando nuevos mitos, a la par del aumento de la desesperación popular ante la imposibilidad de obtener información pública, veraz y organizada. Tales serían las consecuencias de la muerte repentina del periodismo cubano.
Sin embargo, esta catástrofe ocurre cada día, en pequeñas magnitudes, cuando un funcionario o un dirigente evita el contacto con los periodistas. Son asuntos que después, inmerecidamente, adquieren categoría de tabú y que el público se queda sin conocer, lamentable agresión al derecho que tienen las personas a la información.
Estas dificultades se han hecho habituales a pesar de que pueden ser sancionadas, de acuerdo con el artículo 291 del Código Penal, a varios meses de reclusión por impedir el ejercicio de la libertad de palabra garantizado por la Constitución de la República.
En defensa de la información
Hace cuatro años comenzó a circular un documento en el que se daban orientaciones para incrementar la eficacia de los medios de comunicación masiva en el país.
Ahí se dejaba bien claro que el director del medio de prensa es el máximo responsable de lo que se debe o no publicar, respetando las limitaciones impuestas por la Ley del Secreto Estatal y las indicaciones del Primer y Segundo secretarios del Partido.
Estas orientaciones no han perdido vigencia, y sin embargo, muchos dirigentes se niegan a conversar con la prensa y alegan que la información solicitada pertenece al secreto estatal, no es conveniente que sea del dominio público o simplemente boicotean cualquier intento de acceder al organismo que dirigen.
Durante una investigación acerca del ejercicio del trabajo por cuenta propia en Santa Clara, un funcionario del Gobierno dijo a los reporteros que para obtener una resolución específica debían ir al Ministerio de Trabajo y Seguridad Social porque él no estaba autorizado a revelarla. Y después nos enteramos de que el artículo en cuestión aparecía en la Gaceta Oficial de la República de Cuba, un documento público y de libre circulación.
Otro dirigente, en el mismo escenario, aseguró que él podía ofrecer información a unos periodistas sí y a otros no, según orientaciones que había recibido «de arriba». Disgusta pensar que aún persistan ejemplos como estos después de los planteamientos realizados por el Primer Secretario del Partido en la clausura del VI Congreso.
Sí, existen, y es un fenómeno que se ha hecho común en las dependencias del Ministerio de Educación, de Transporte, la Industria Ligera, Alimenticia y la Siderome-cánica, la mayoría de las veces porque los funcionarios tienen que pedir autorización al nivel superior para brindar la información que se les solicita o porque la entidad no ha establecido una política de divulgación acorde con la legislación del país. En el peor de los casos, se trata de una burda artimaña para esconder errores personales, desconocimiento y deficiencias en el manejo de los recursos estatales.
Resulta un pretexto muy socorrido invocar la Ley del Secreto Estatal, sin saber qué es lo que plantea esta, situación que contrasta con el tratamiento que los periodistas reciben de los organismos que sí tienen establecida una política de divulgación de acuerdo con ella.
Así mismo resulta frecuente, en caso de una crítica, explicar a los reporteros que la revelación de ese problema le «hace el juego» al enemigo. Sin saber que nuestros adversarios tienen más de un camino para conocer las dificultades que enfrentamos, y que al enemigo que más debemos temerle es a la falta de información oportuna y veraz.
Mea culpa
El secretismo no es el único culpable de los males que afectan el periodismo cubano. Los periodistas también cargan una parte de la responsabilidad al dejarse someter por la autocensura, el acomodamiento y el miedo a buscarse problemas.
Los funcionarios pueden obstaculizar el acceso a determinados temas, pero son los reporteros y los directivos del sector los que han propiciado durante años que nuestros medios de prensa estén repletos de triunfalismo, vulgaridades y loas hacia resultados económicos y sociales muy pobres, victorias pírricas que se logran a costa de un gasto desmesurado de recursos.
Los temas más complejos pueden ser tratados a partir de un alto sentido de responsabilidad política y profesionalidad periodística. Toca, pues, a los reporteros, y sobre todo a los directivos de los medios de prensa, exigir que se cumpla lo que plantea la Constitución de la República.
El pueblo cubano está hambriento de historias, de entretenimiento. Y nuestro periodismo tiene que enamorar a las personas, atarlas al receptor y a la página escrita. Pero como nosotros no contamos las historias, la gente se ha pasado a las novelas y al reguetón.
Sin embargo, existe un repudio generalizado hacia el inmovilismo mediático. Un lector explicaba en el Granma publicado el 27 de mayo del 2011, que las cartas de las personas que están alejadas del sector periodístico son más interesantes que lo que escriben los trabajadores del medio.
Sus palabras están en sintonía con el sentir de una parte grande del público. Con frecuencia las personas manifiestan, irónicamente, que desean permutar para la televisión cubana, porque dicen que allí los precios son más bajos y sobran los alimentos en el mercado.
Es verdad que ningún lector de los que escribe a Granma trabaja en una cadena de producción de noticias, no sigue una política informativa y, en caso de errar en sus apreciaciones, cosa que ha pasado con frecuencia, solo se enfrenta a cuestionamientos morales, no a condenas legales o a un tribunal de ética, como sí le sucede al periodista que se equivoque en su trabajo.
Aun así, nadie se explica por qué la prensa critica problemas que asuelan medio mundo sin detenerse a pensar que muchos de ellos están presentes en Cuba y hace falta abordarlos.
La labor ideológica que se exige de los medios no debe estar reñida con la amenidad y la importancia social de los temas tratados. Esta última depende de la influencia que tenga el trabajo periodístico en la vida diaria de los lectores. Si los materiales no despiertan interés, si no influyen en las personas, de nada vale publicar miles y miles de ejemplares o emitir horas de aburrida programación.
No resulta difícil conquistar la atención del público. Basta escuchar la propia voz interior del periodista, esa voluntad quijotesca que debe impulsarnos a luchar contra la apatía, el inmovilismo, la simulación; contra la gente que va colgada del carro mientras los demás lo empujan.
Hay mucho de ese impulso en los colegas que no solo buscan la noticia del día entre papeles ni en largas reuniones, sino que hacen su trabajo en mercados, parques y puntos de recogida. Ellos son los médicos de nuestra sociedad, a los que debemos que se resuelva alguna que otra injusticia evidente.
Más de esa medicina hay que sacar a la calle. Rescatar la franqueza, la audacia y la creatividad, todos sinónimos de Revolución, y evitar, de una vez y por todas, el achantamiento y los reporteros cobardes. Únicamente así podremos curar algunas de las muertes frecuentes que laceran el periodismo cubano.
Etiquetas: Cuba, periodismo, prensa-cubana, censura, autocensura, secretismo, información