¿cómo guardas tus libros?

Publicado el 24 septiembre 2013 por Elena Rius @riusele

Que el saber no ocupa lugar es una frase que cualquiera con sentido común sabe que es tan falsa como aquella otra de "quien bien te quiere te hará llorar". Ni hacer sufrir a otro es señal de amor, ni podemos ser dueños de una sabiduría pasable sin cargar con una biblioteca más o menos bien surtida. Y los libros, señores, tienen peso y volumen. Ocupan lugar. Pequeños avances en la acumulación de información, como internet o la sustitución de las antaño ubicuas enciclopedias por la etérea Wikipedia no significan que vayamos a poder prescindir en breve de acumular libros en nuestras viviendas. Quiere la tradición (aunque no sea tan antigua como podría parecer) que los libros se almacenen en vertical, uno al lado de otro, con el lomo -esa práctica parte del artefacto libro que sirve para proteger los pliegos y, de paso para informarnos de lo que contiene- mirando hacia fuera y el corte delantero hacia la pared.

Un didáctico esquema de las partes de un libro.
No todo el mundo sabe cuáles son y como se llaman.


O, al menos, para eso están concebidas las estanterías, unos muebles destinados esencialmente a guardar los libros (que, en su lugar, en muchos hogares las llenen con figuritas de porcelana o bibelots varios no es más que una perversión del invento). Respecto a las estanterías, sus diversas formas o materiales y su mayor o menor adecuación a la función para la que fueron destinadas habría mucho que decir. Cualquier bibliómano que se precie ha intercambiado con sus colegas tremebundas historias de estantes que se comban bajo el peso del papel impreso, construcciones enteras que se vienen abajo o baldas que destiñen, dejando indeleblemente marcados los volúmenes en ellas alineados.
Las formas de guardar los libros tienen una historia tan diversa como los propios volúmenes, que Francesca Mari recorre en un entretenido artículo sobre el tema. Por supuesto, antes del libro en formato códice (ya sea manuscrito o impreso) existían los rollos de papiro. Estos se guardaban apilados en estantes, que podríamos decir que son los antepasados de nuestras actuales librerías. En la Edad Media, cuando los libros los copiaban a mano esforzados monjes, eran valiosos tanto por el material de que estaban hechos (los animales con cuyas pieles se hacía el pergamino eran caros, y el proceso para conseguirlo, largo y arduo) como por el trabajo invertido en copiarlos. Se consideró que esos libros tan caros -y pesados, en su mayoría- no debían estar en estanterías abiertas, al alcance de cualquiera, de modo que en muchas bibliotecas monásticas se guardaban en armarios. En otros casos, permanecían en un atril, pero asegurados con cadenas, no fuese que alguien sintiese la tentación... Además, estos códices primitivos se guardaban horizontales o bien en vertical, pero con el lomo hacia adentro. Un lomo que, en aquellos tiempos, no llevaba ninguna indicación acerca de título o autor. ¿Para qué, puesto que no estaba pensado para ser visto? La llegada de la imprenta comenzó a cambiar todo esto, en parte porque los libros se hicieron más livianos, más pequeños y más manejables. Aún así, se seguían colocando con el lomo hacia adentro, de modo que algunos adquirieron la costumbre de poner en el corte delantero alguna indicación sobre su contenido. Así, ciertos libros especialmente cuidados llegaron a ostentar verdaderas obras de arte en el borde exterior, destinadas a realzar su aspecto estético:

Así lucía la biblioteca de Odorico Pillone hacia 1580

 Parece que los primeros lomos impresos datan de la década de 1530. Está claro que para entonces ya se había iniciado el proceso que conduciría a darles la vuelta a los libros en la estantería. Aún así, los libros siguieron siendo durante mucho tiempo prerrogativa de la gente adinerada, y permanecieron confinados en sus bibliotecas, es decir, en una habitación destinada en exclusiva a leer o a estudiar. De allí sólo comenzarían a salir a finales del XIX, tímidamente. Poco a poco, las estanterías con libros fueron ganando terreno e invadiendo el salón y otros recintos de la casa. Hasta llegar al punto en que las estanterías se han convertido en un elemento decorativo más, por encima del posible interés que sientan sus propietarios por su contenido. Sólo hay que echar un vistazo a cualquier revista de decoración. Las hay con diseños espectaculares, aunque no todas pasarían la prueba del bibliómano. Que, en su mayor parte, sólo les piden que sea sólidas y muy, muy capaces. Y es que los libros tienen la costumbre de multiplicarse por encima de todas las previsiones...
[Quienes sientan curiosidad por saber cómo guardan sus libros algunos bibliómanos, pueden consultar la serie de artículos aparecidos en este blog bajo el título de Mi biblioteca.]