Revista Educación

Cómo intenté aprender a nadar y por qué no puedo escuchar a Braulio

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Cómo intenté aprender a nadar y por qué no puedo escuchar a Braulio

Creo que el único trauma infantil que tuve, y del que por suerte logré deshacerme pronto, fue la forma en que intenté aprender a nadar. Mis padres, jóvenes docentes de oficio y vocación, entendieron que todo lo que fuera aprendizaje dentro y fuera del aula era bueno para sus hijos. Así fue como entre mi hermano y yo asistimos a clases de gimnasia rítmica, teatro, kárate o solfeo y piano. Pero mucho antes de aquello tuvo lugar el cursillo de natación. Fue a principios de un verano en la piscina municipal de Santa Cruz Acidalio Lorenzo.

Todavía hoy paso con el coche por la zona y no hay día que no recuerde aquellas clases. Mi hermano, dos años y medio menor, era de los más pequeñitos y estaba siempre en la zona de menor profundidad con tablas, boyas o cualquier otro método de flotación, además de que no se soltaba del muro, al que se agarraba como una lapa. Él no recuerda siquiera qué monitor/a tuvo.

A mí me pusieron en el grupo de 5 a 6 de la tarde, aunque siempre pensé que me habían metido en un grupo avanzado para mis nulas dotes de flotación del momento. Debía tener unos 6 años y me tocó de monitor un señor al que llamaban 'el Cojo'. Jamás supe su nombre y nunca lo escuché entre los alumnos. Tampoco supe si su cojera había influido en sus habilidades pedagógicas, pero sí que los gritos con los que cada tarde abroncaba a los niños y niñas para que superaran su miedo y se lanzaran sin tabla al agua se me quedaron marcados a fuego. Gritar para que los niños aprendieran a nadar, buen sistema ese, muy eficaz. Me quedó saber si algún niño aprendió en aquel cursillo.

Recuerdo también que en el trayecto en coche a la piscina mi madre llevaba una cinta de casette del cantautor canario y siempre la ponía en el mismo punto, de modo que cuando ya entrábamos en Santa Cruz sonaba la reivindicativa Mándese a mudar. Fueron días y días con la misma banda sonora, con lo que yo, como los perros de Pavlov, desarrollé la asociación mental de Mándese a mudar=posterior sufrimiento. Nunca más pude escuchar a Braulio.

El último día del cursillo, 'el Cojo' decidió acabar la clase mandando a que atravesáramos a nado el foso, la parte más profunda de la piscina, en la que caían los valientes que se lanzaban del trampolín y la plataforma. En el foso el agua no era azul cristalina, era un azul oscuro casi negro que, en mi imaginación, me tragaría inevitablemente nada más sumergirme. Diagnóstico: muerte por ahogamiento.

Y allí nos puso a todos en fila para irnos empujando al foso, uno a uno, con la cara de desencaje y desesperación de muchos, que se contagiaba al resto. Una vez en el agua, decían los más avanzados, se trataba de sacar la cabeza unos centímetros y batir con fuerza los pies y las manos para acabar cuanto antes con aquel sufrimiento. Poco a poco, todos los niños y niñas cruzaron el foso como pudieron, unos mejor que otros. Yo era la última, puede que la penúltima. De pronto, en un ejercicio de rebeldía del que siempre me sentí muy orgullosa, en un descuido del monitor empecé a correr por fuera de la piscina con toda la velocidad que pude hacia las gradas, donde esperaban mis padres, y así me salvé de una posible muerte.

No recuerdo haber vuelto nunca a ese cursillo. Tampoco aprendí a nadar, desde luego. A finales de ese verano, en la piscina de unos primos de La Palma, me solté un día y atravesé mi particular foso. ¡Había aprendido a nadar!

Imagen destacada: la piscina Acidalio Lorenzo, en una imagen reciente de una competición. Fuente: http://www.teneteide.com

Volver a la Portada de Logo Paperblog