(Aunque ya he empezado a perder la vergüenza a explicarlo y este post sea el remate final, comparto esta experiencia personal que casi nadie conoce, ni mi círculo más cercano, para todo aquel que esté empezando a meditar y crea que sus primeras meditaciones son un desastre).
Fue hace unos cuatro o cinco años. Nunca antes había meditado. Era mi primera vez. Perdía la virginidad meditativa.
Acompañaba a mi padre, que llevaba tiempo curioseando sobre el tema y practicando ejercicios de relajación –con la práctica, uno enseguida entiende que relajarse y meditar no tienen nada que ver, al contrario.
La meditación elegida: el zazen, la meditación sentada del budismo zen, muy minimalista, muy simple, muy pura –la que practico hoy día, junto con la meditación mántrica. Sencillamente –como si fuera tan fácil–, consiste en sentarse a un metro de una pared y atender a la respiración. Nada más.
Acudimos a un centro de meditación zen muy formal en Barcelona, donde una vez a la semana invitan a cualquier curioso a participar en su práctica. Después del recibimiento a los novatos –éramos unos ocho–, entramos en la sala de meditación, nos sentamos junto al resto de meditadores, nos explicaron en qué consistía –ni más ni menos que lo que yo acabo de describir, sentarse y respirar– y hala, a meditar.
La meditación duraba aproximadamente una hora y media, creo recordar, repartida en cuarenta minutos de zazen –meditación sentada–, diez minutos de kinhin –meditación caminando– y otros cuarenta de zazen. ¡Toma ya!
La meditación en sí, como también se aprende más tarde, no fue ni buena ni mala, ni mejor ni peor. Fue. De hecho, como es lógico, tampoco recuerdo exactamente todo lo que ocurrió durante aquella hora y media.
Lo que sí que quedó grabado en mi memoria, que es lo importante y para lo que sirve la memoria, es lo que ocurrió en términos generales, cómo terminó y, sobre todo, lo que aprendí.
Primero, lo que ocurrió durante la meditación…
Aquellos que yo había juzgado hasta aquel día como raros, místicos, sectarios, iluminados, están en lo cierto, saben de qué hablan; la mente es como un mono hiperactivo y chiflado que salta de rama en rama sin parar ni un segundo. Alucinante. Cualquiera que haya meditado o haya prestado, aunque sea “por casualidad”, un poquito de atención a su mente mientras camina a toda prisa por la calle o lee un libro aburridísimo te dirá lo mismo. Es increíble la facilidad que tiene la mente para desconectar de la realidad, para ir de un lugar a otro, de un momento a otro, lejos del aquí y el ahora, enlazando temas inconexos y siguiendo el rastro de las emociones y pensamientos que van surgiendo espontáneamente. Así es imposible ser feliz.
Segundo, lo que ocurrió al terminar la meditación…
Bueno, en realidad fue algo que se fraguó durante toda la meditación y especialmente en su tramo final. Y además fue como si la hubiese deseado, como si la hubiera estado esperando. La meditación me había llevado a un estado “olla a presión a punto de estallar”.
No era de extrañar. Allí estaba. Una crisis de ansiedad. Leve, pero crisis.
El gong final de la meditación dio paso inmediatamente a tembleques, escalofríos, sensación de ahogo, ganas de llorar y una necesidad incontrolable de salir de allí, algo muy parecido a alguna mini-crisis anterior que había sufrido en el instituto –y que no supe que habían sido crisis hasta años más tarde, porque jamás se lo expliqué a nadie.
Curiosamente, mi cabeza ya sólo atendía a una cosa, una obsesión, una voz ensordecedora que no paraba de gritarme “¡Sal de aquí! ¡¡Sal de aquí!! ¡¡¡Sal de aquí!!!”. El mono había tomado el control.
A pesar del sobresalto y el tremendo malestar, y con cierta dificultad para atarme las bambas debido a los temblores, como ya sabía lo que estaba ocurriendo porque no era la primera vez, no sé cómo lo conseguí pero disimulé todo lo que pude –no fuera a molestar…–, le dije a mi padre que no me encontraba muy bien y salí pitando. Suerte que era invierno. Nada más salir a la calle el frío me dio tal bofetada que tardé menos de lo esperado en calmarme relativamente, aunque me había quedado tan hecho polvo -eso ya lo saben los que hayan pasado por algo parecido alguna vez– que me sentí agotadísimo durante unos pocos días.
Y tercero, lo que aprendí, y lo que hace que comprenda como “afortunado” aquel episodio
¿Cómo narices estar sentado atendiendo sólo a mi respiración había desembocado en una crisis de ansiedad? Me pregunté.
¡Cómo narices estar sentado atendiendo sólo a mi respiración había desembocado en una crisis de ansiedad! Ahora lo exclamo.
Esta vez ya no habían excusas. Ya no había una clase de ciencias naturales a la que no le encontraba ningún sentido y de donde yo quería escapar. Ya no había un encuentro familiar en el que no quería pasar ni un minuto más. Ya no había ningún trabajo o examen que preparar para la universidad y al que no llegaba a tiempo. Ya no había ninguna preocupación con mi novia, o mi madre, o un amigo que me machacara todo el día.
Había estado sentado, respirando, y la ansiedad se había apoderado de mí. Y había sido mi mente, ella solita.
Gracias al impacto emocional de la crisis de ansiedad, los aprendizajes de aquella meditación me quedaron más que claros.
Por un lado comprendí que la ansiedad, el sufrimiento, la infelicidad no vienen de fuera, sino de dentro. Claro que las situaciones a las que nos exponemos influyen, pero por sí mismas no tienen el peso suficiente para hacernos sufrir. Ninguna de las circunstancias personales anteriores en las que había sentido ansiedad provocaban realmente esa ansiedad. La mente es el disparador. Es cómo vemos las cosas, es nuestra interpretación de la realidad la que maneja los hilos y toma la decisión de encender todas las alarmas.
Insisto con la pregunta que no me saqué de la cabeza durante un montón de tiempo. ¿Cómo es posible que algo tan sencillo como estar sentado y respirando me provocara tal ansiedad? Sentarse y respirar no provoca ansiedad. Viene de otro lugar…
Por otro lado entendí que la peor de las adicciones y apegos que tenemos es a hacer. Siempre queremos hacer. Estamos enganchados a hacer. No sabemos no hacer. Uno es incapaz de estar sentado respirando tranquilamente, haciendo sin hacer –porque obviamente atender a la respiración también es hacer algo–, pensando sin pensar –porque al meditar nunca dejas de pensar, sino que no piensas el pensamiento.
Además, comprobé el poder que tiene la mente, y más cuando se rebota, se rebela. De primeras, con lo bien acostumbrada que está, cuando quieres entrar, como si intuyera que quieres cambiar algo –y eso cuesta energía–, la mente no se deja, te cierra la puerta. ¿Quién te has creído que eres para inmiscuirte en sus cosas? ¿No has estado trenta años en piloto automático? ¡Déjame en paz!
Y por último, a nivel más práctico, pero no menos importante, concluí con que uno no debería empezar a meditar con una sesión de una hora y media, sino más progresivamente, empezando por tiempos menos prolongados y ejercicios más llevaderos –ni tan sólo nos invitaron a contar las respiraciones; silencio mental total.
Meditar es entrenar mentalmente, ya lo sabemos. Cuando uno lleva toda la vida sentado en el sofá y decide empezar a correr, como pretenda correr una hora y media el primer día, tiene muchas posibilidades de alcanzar el colapso –si es que llega a la hora y media–, aparte de estar destrozado durante unos días. Con el ejercicio mental de la atención plena ocurre lo mismo.
Espero que mi testimonio haya servido para alentar a quien le interese la meditación y la práctica de la atención plena a seguir adelante, currándoselo.
Recordad que la meditación no es una meta en sí misma, ni tampoco persigue objetivos. Simplemente es respirar con atención, el origen de la vida, nuestra necesidad biológica más antigua. El resto –relajación, conciencia, serenidad, aceptación– son simples consecuencias.
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Olvídate de todo lo que acabas de leer. Seguramente ahora mismo pienso totalmente diferente.