Unos hoteleros de Cornualles (UK) –alegando ser cristianos devotos- impidieron compartir habitación en su establecimiento a una pareja gay. Denunciados por dicha pareja, se defendieron en el juicio al que fueron llevados argumentando que hacían lo mismo con todas las parejas no casadas, sean estas gays, heterosexuales, bisexuales, transexuales o maquinistas de La General. Mintieron, claro, y el juez les condenó –por discriminación sexual- a pagar una multa de, al cambio, dos mil y pico euros. ¿Su devoto cristianismo no les impide mentir? No, al parecer.
Analizando el hecho, está claro que –por devotos que fueran- los dueños del hotel no van a andar pidiendo el acta de matrimonio o el libro de familia a cada pareja hetero que se presente en el mostrador de recepción. Verán a chico-chica o señor-señora o señor-chica o chico-señora y, simplemente, les entregan la llave de la habitación, rezan un par de paternosters y aquí no ha pasado nada: las libras lavan la mala conciencia, sucede siempre, se lo aseguro.
La cosa cambia, para estos devotos cristianos, cuando quienes aparecen en su negocio son señor-señor, chico-chico, señor-chico, chico-señor, o sus versiones femeninas, porque entra en juego la radical homofobia cristiana en sus diversas modalidades. No es que todos los cristianos sean homófobos, no: lo son sólo la inmensa mayoría. No vayamos a generalizar.
Ha hecho bien el juez de Bristol en endiñarles la sanción: nada hay que joda más a un devoto que le toquen la cartera. Así, a partir de ahora, los devotísimos hosteleros sabrán que no les saldrá siempre gratis su homofobia. Otra cosa es, claro está, que gustosamente estén dispuestos a pagarla con tal de no contaminarse.
Por cierto, conozco a un hotelero de Madrid, muy devoto católico, que regenta, además, un burdel de chaperos. Cierra siempre el 25 de diciembre y el viernes santo. Eso sí, forrado.