Durante más de 3/4 partes de mi vida me he comprado todos y cada uno de los libros que quería leer, lo que conlleva a vivir en un continuo estado de pánico por si las estanterías que tengo sobre mi cama, cansadas de imitar a Atlas, cedían y me aplastaban en pleno sueño REM.
Son de los más variadas las excusas que me daba a mi misma para comprarme el libro que quería en vez de ir a la biblioteca a ver si lo tenían. "Soy muy manazas y me da cosa por si los estropeo". Los libros de la biblioteca están para usarlos y sobarlos. Tampoco es que lo vaya a tirar por la venta (aunque ganas no me faltan a veces). "Mmmm ¿Y si por razón de vida o muerte necesito leer el libro X a las 3.18 de la mañana y no lo tengo?" Veamos 1. A esas horas siempre estoy sobando y 2. Tengo un Kindle, luego puedo descargarlo aunque sea por vía ilegal y proceder por los cauces legales a primera hora de la mañana. Además, estoy segura de que dada la gravedad de la situación, cualquier juez me exoneraría de responsabilidad. "Y si..."
Reconozcámoslo de una vez, soy VANIDOSA y mi voraz ego necesita exponer los libros en mis estanterías a la vista de cualquier visitante de mi humilde morada para poder alimentarse de los "aaahhhs" y "ooohhhs" que exhalan al ver la cantidad que tengo (la mitad de ellos todavía sin leer, pero eso no es relevante para el caso.)
¿Y a qué se debe este cambio de religión? A que una vez identificado el problema y darme cuenta de lo estúpido que era, en un momento de escalofriante madurez, me di cuenta de que ¿qué más da que tenga o no un ejemplar de "Al faro"? ¿O de "Hermosos y malditos"? Lo que cuenta es el contenido, no el contenedor. Lo que me aportó y se quedó conmigo.
¡Já! Quedaría como Dios si dijera que ese fue el principal y único motivo de mi cambio, pero sería pretencioso y un tremendo embuste. Si no hubiese habido una causa de fuerza mayor también llamada "razones económicas" seguiría feliz como una perdiz como mis problemas de vanidad. Dado que aún sigo buscando un millonario con el que contraer nupcias y que me pague todo lo que quiero, era preceptivo encontrar un plan sostenible para que mi presupuesto estudiantil pudiera seguir un ritmo lector que iba en aumento con los años.
Todo eso coincidió con el revelador momento en que volví a pisar la biblioteca acompañando a una amiga. Vi un libro que hacía tiempo que tenía ganas de leer y que me estaba haciendo ojitos para que me lo llevase a casa, impulsivamente lo cogí sin pensármelo dos veces, me hice el carnet, lo pasaron por el escáner y... ¡Yastá! Me lo llevé a casa. Así, sin más. De gratis. Por la gorra.
Terminó el mes de plazo y lo devolví. Y cogí otro. Y luego otro. Y otro más. Total, no me costaba ni un duro... Poco a poco el número de libros que se volvían conmigo era mayor. ¡Aquello era genial! ¡Mejor que una noche de farra! ¡Libros gratis! ¿Por qué no estaba toda la ciudad allí dentro cogiendo libros? ¿Por qué no se me había ocurrido ir por allí antes? ¿Por quéee? ¡Aquello fue una experiencia religiosa!
Las compras fueron siendo sustituidas por más y más viajes a la biblioteca (eso sí, nunca remplazadas totalmente). Ya no tenía que hipotecarme o vender mis riñones si quería leer novedades. Ya se encargaría la biblioteca de hacer los trapicheos necesarios para que yo pudiera tener el libro que quisiera. Y podía coger películas. Y series. Y discos. Y cómics... ¡Oh, bendito paraíso terrenal! Era exactamente igual que ir a la librería y comprar libros, sólo que mejor porque tenía a mi cartera saltando de alegría en el bolso. Y además, ¿quién decía que no podía exhibir los libros prestados en mis estanterías? Eso sí, durante un mes solo...