¿Cómo se construye ciudadanía en la escuela?

Por Achristin

Si pensamos en “Calidad Educativa”, llegaremos a las ideas que dan sentido a la existencia de las escuelas. Uno de los aspectos más importantes está referido a los aportes para la construcción de una sociedad democrática. En esta publicación, los autores nos dan una respuesta a las preguntas.
 

Educar en la ciudadanía es uno de los propósitos más mentados en los currículos y programas oficiales de las últimas décadas, como demanda asociada a la construcción de una cultura democrática y la consolidación de instituciones republicanas. La escuela es el espacio público que tiene la tarea específica de construir lo público. En ella convergen los intereses del Estado con los de múltiples actores sociales y comunidades culturales, con la expectativa de que allí se recreen las posibilidades de la vida en común. Sin embargo, tal demanda no tiene ni ha tenido connotaciones unívocas. Enarbolan la formación ciudadana tanto los enfoques civilistas, que pretenden que los estudiantes se adapten al mundo tal como lo encontraron, sin objetar sus reglas ni proponer alternativas, como los enfoques hedonistas, que pretenden que toda la sociedad se acomode a las ganas y los caprichos de las nuevas generaciones.
Desde el punto de vista de los Estados, la educación política alude generalmente a las prácticas pedagógicas que intentan cimentar la cohesión de pensamiento y de acción de una sociedad determinada; es decir, generar las representaciones y los hábitos sociales que garantizan gobernabilidad. En América Latina, el surgimiento y la expansión de los sistemas educativos, en el siglo XIX, estuvieron estrechamente relacionados con esta expectativa. Desde el punto de vista de la sociedad civil, en cambio, la educación política se reclama, con frecuencia, como herramienta de resistencia al Estado y alude a los aprendizajes en el ejercicio del propio poder, a partir de entender que muchos discursos operan en cada sujeto y corroen sus elecciones (entre ellos, el Estado, las tradiciones y el mercado). Esta demanda se ha expresado generalmente en las objeciones y alternativas al sistema educativo dominante, aunque también ha sido asumida por parte del Estado desde los tiempos de la transición democrática. Esta presentación, esquemática, permite advertir algunas tensiones en juego. Los enfoques críticos, que no procuran inducir el ingreso de las nuevas generaciones a una trama institucional predefinida ni dejarlos a la deriva, proponen someter a juicio las bases de sustentación del orden político vigente. En tal sentido, la educación ciudadana se plantea una reproducción consciente y constante de las reglas de juego democrático, hecha al amparo del Estado pero no sometida a él. En las décadas recientes, esta enseñanza crítica se pregona con insistencia en los propósitos y fundamentos curriculares, aunque subyace el civilismo adaptativo en muchas propuestas didácticas y prácticas docentes.
La concreción de esos propósitos en la dinámica formativa de las escuelas es compleja y difusa. En tal sentido, uno de los debates de más largo aliento es la modalidad de inserción curricular de la educación ciudadana: ¿debe ser una tarea transversal, que comprometa toda la experiencia escolar, o un espacio curricular específico, con contenidos claramente delimitados de las demás asignaturas? En la reforma educativa argentina de los años 90, predominó el enfoque transversal con alusión a nuevas cuestiones de la agenda pública (educación ambiental, en el consumo, en la salud, en la sexualidad, vial, etc.), que habían llegado a las escuelas a través de bibliografía pedagógica española, reforzada por la presión de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales que pugnaban por introducir sus propuestas en la enseñanza. Muchos proyectos de este tipo se han desarrollado entonces y continúan actualmente vigentes en las escuelas. En muchos casos, el interés por una o varias temáticas transversales, por parte de una escuela o equipo de docentes, suscita un compromiso particular con cada problema (el medio ambiente, el tránsito, el consumo, etc.), pero suele presentarse desgajado de los fundamentos más generales de la formación política de los estudiantes. En algunos casos, es posible observar un compromiso moral y voluntarista con temas de la agenda pública, que sería conveniente revisar para avanzar hacia planteos más complejos sobre el ejercicio de la ciudadanía.
En Argentina, aquellas provincias y niveles que conservaron o han retomado la definición de un área o materia específica le dedican un horario reducido, que refleja la escasa relevancia que se le asigna, en comparación con otros espacios curriculares. Hay una matriz curricular que trasciende las gestiones y las épocas, que supera incluso las murallas de la escuela y que asigna importancia relativa a cada campo del saber. En esa maqueta canónica, algunos saberes son fundamentales e indispensables, mientras que otros resultan accesorios o superfluos. ¿Qué ocurre con la educación política? Algo muy curioso: sucesivas gestiones le han dado un peso significativo a la definición de los programas oficiales y cada golpe de Estado tuvo su correlato en cambios de denominación de esta materia (sobre todo en la escuela media); como contrapartida, estudiantes, familias y buena parte de los docentes le asignan una importancia reducida: la educación ciudadana es vista frecuentemente como una asignatura menor.
Ahora bien, ¿qué tipo de inserción curricular es más conveniente? La respuesta no es sencilla, aunque la experiencia indica que la decisión de transversalizar, en lugar de dar prioridad a estos propósitos formativos, los ha diluido. Por otra parte, hay conocimientos y habilidades específicas de la ciudadanía que requieren tiempo de enseñanza y orientaciones didácticas particulares cada vez menos presentes en las aulas. Parece conveniente una solución combinada, que dedique un espacio específico, al menos en algunos tramos de la escolaridad, y mantenga el carácter transversal: en otras asignaturas, en el funcionamiento institucional, en el vínculo de las escuelas con organizaciones de la sociedad civil. En tal sentido, varias jurisdicciones han avanzado hacia la inclusión de experiencias de intervención comunitaria en la propuesta curricular de la escuela media. El desafío es, al mismo tiempo, cimentar un prestigio renovado para este aspecto de la formación escolar, ensalzado en los discursos formales y frecuentemente menospreciado en la práctica cotidiana de las aulas.
De modo semejante, los contenidos de la educación ciudadana han sido objeto de debates y controversias desde los orígenes de los sistemas educativos nacionales. Con un derrotero sinuoso, los espacios curriculares que han dado cabida a esa función política de la escuela no siempre se mantuvieron estables ni bajo el mismo nombre. Esta inestabilidad en la denominación, como efecto de los avatares institucionales del siglo XX y la expectativa de cada gestión de apropiarse de los contenidos de dicho espacio, han dificultado sensiblemente la construcción de una tradición de enseñanza y un cuerpo teórico que le dé sustento pedagógico. Eso explica, también, la escasa circulación de las experiencias y buenas prácticas entre diferentes países o aun dentro de un mismo país, que lleva a que los fundamentos curriculares y enfoques didácticos de la educación ciudadana se hayan desarrollado bastante menos que otros campos. En términos generales y de modo esquemático, podríamos decir que la educación ciudadana reúne (o debería reunir) cuatro componentes: • El componente sociohistórico provee las herramientas para comprender la sociedad en que vivimos y nuestro lugar en ella. La educación ciudadana recurre a la historia, a la geografía, a la sociología, a la antropología y a la economía para dar cuenta de los problemas actuales de la sociedad y proveer categorías de análisis de la realidad.
• El componente ético alude a la deliberación sobre principios generales de valoración y la construcción de criterios para actuar con justicia y solidaridad. La educación ciudadana recurre a la filosofía para someter a crítica los juicios sobre la realidad social y fundar argumentativamente las expectativas de cambio social.
• El componente jurídico remite al análisis de los instrumentos legales que regulan la vida social. La educación ciudadana recurre al derecho para identificar los principios normativos que rigen la sociedad y su expresión en legislaciones de variado alcance.
• El componente político refiere a la reflexión sobre el propio poder y las posibilidades de intervención colectiva en la transformación de la realidad social. La educación ciudadana recurre a la teoría política para analizar las alternativas y herramientas de participación en la esfera pública.
Los cuatro componentes se solapan e implican de diversos modos, pero creemos necesario deslindarlos y destacar la necesidad de cada uno de ellos, pues ha habido vertientes pedagógicas que enfatizaron unos en desmedro de otros o, directamente, dejaron de lado alguno de ellos. En Argentina, se dio énfasis al componente ético durante los años ‘90, mientras que, en los años recientes, se ha dado relevancia creciente al componente político. El componente jurídico, relevante en las décadas previas, se mantiene en un plano secundario en los enunciados curriculares recientes. Tanto el componente político como el sociohistórico suelen despertar discusiones en los medios masivos de comunicación, como ocurrió a comienzos de 2011, cuando se insertó la asignatura “Política y Ciudadanía” en el currículo bonaerense. Se trataba, en definitiva, de discutir cuán asépticos o contextuados podían ser los contenidos prescriptos. ¿Podemos pedirle neutralidad a la educación ciudadana? Nunca la enseñanza es neutral y este es seguramente el menos neutral de los contenidos. La neutralidad absoluta no sólo es imposible, sino que también es indeseable, particularmente en estas circunstancias. El silencio ante los conflictos y la evasión de las controversias no parece ser una herramienta adecuada para formar ciudadanos dispuestos a la participación activa y al ejercicio del poder popular. Sin embargo, tampoco es deseable una orientación curricular sesgada por el oficialismo de turno, sino orientaciones compatibles con una amplia gama de vertientes de pensamiento, sobre la base del Estado de Derecho. Los principios democráticos deberían constituirse como límites de la polifonía en el aula, sin ahogar el pluralismo que enriquece y potencia al conjunto. La educación escolar debe tomar posición para recrear las bases culturales de la participación. Es necesario avanzar hacia una educación política que dé cabida a la formación argumentativa, al análisis de discursos divergentes sobre la realidad social, a la búsqueda de criterios comunes y mecanismos de validación de consensos, aparte del reconocimiento de actores diferentes que pujan por intervenir en la actividad pública. Este desafío no sólo concierne a los enunciados formales sino, fundamentalmente, a su traducción en criterios y propuestas didácticas específicos.
En términos generales, podemos decir que enseñar es generar condiciones para que otro aprenda, ofrecer las señales o los signos que permitirán a los estudiantes comprender la realidad y operar sobre ella. ¿Cómo se enseña en y para la ciudadanía? Sin caer en generalizaciones infundadas e injustas, presentamos algunas reflexiones asentadas en la observación de tendencias y prácticas frecuentes. Advertimos que, en más de un caso, la escuela promueve poca reflexión y, en ocasiones, obtura la posibilidad de plantearse desafíos intelectuales. Creemos que enseñar ciudadanía implica, entre otras cosas, animarse a formular preguntas y pensar en el aula, sin tener todas las respuestas. Se trata de recortar situaciones del mundo que nos permitan pensar desde los cuatro componentes mencionados: ¿qué ocurre?, ¿qué sería justo que ocurriera?, ¿qué herramientas legales tenemos?, ¿cómo construimos poder para intervenir? Es desde el análisis de las situaciones y de los problemas de la realidad que podemos pensar alternativas de superación. En el enfoque didáctico que proponemos, este tipo de preguntas invitan a problematizar cada situación y construir argumentativamente algunas respuestas posibles. Se trata de entender la enseñanza como un espacio de provocación cultural. En sociedades fragmentadas, desiguales e injustas, las experiencias sociales suelen ser acotadas y aisladas: cada cual mira el mundo desde su punto de vista y desconoce otras perspectivas y modos de mirar. La escuela tiene la responsabilidad de proponer experiencias diferentes de los recorridos extraescolares, mostrar facetas ocultas y habilitar nuevas interpretaciones de la realidad. La escuela puede ayudar a superar las memorias parciales y las geografías sectoriales, abriendo horizontes que el entorno cultural de cada uno ha tendido a cerrar. Eso permite confrontar posiciones y marcos explicativos frente a los hechos. Del mismo modo, pensar en el aula ofrece oportunidades para valorar. Frente a una enseñanza moralizante que suele consistir en dar conclusiones predigeridas y evitar que los estudiantes enuncien sus apreciaciones, se trata de afrontar el desafío de dar a valorar, generando un espacio para construir juicios de valor. Enseñar en y para la ciudadanía significa habilitar al sujeto político que cada estudiante ya es para que tome posición frente al mundo y proyecte los modos de transformarlo y transformarse en él. Una educación ciudadana de carácter emancipatorio incluye la crítica y el cuestionamiento, la construcción argumentativa de horizontes hacia los cuales avanzar y el ensayo de criterios y mecanismos para la marcha. ¿Cuánto de estos desafíos se ha ido instalando en la experiencia concreta de las aulas? ¿Cómo hacerlos realidad en las escuelas? Entre muchos otros, no queremos dejar de mencionar un factor imprescindible, aunque claramente no suficiente: debemos investigar en qué contextos didácticos específicos los alumnos construyen conocimientos relevantes para su formación política, a fin de producir mejores condiciones para afrontar la enseñanza de estos saberes y prácticas en la escuela.
Finalmente, el trabajo escolar descansa sobre los hombros de docentes que también expresan tensiones en la comprensión y valoración de su tarea. Desde los años 80, durante la transición democrática, aumentaron sensiblemente las expectativas de transformación del orden social a través de la participación y el voto popular, lo cual favoreció la renovación de contenidos en las lecciones de civismo. Sin embargo, a poco de andar, las instituciones fueron mostrando su endeblez y su falibilidad: si las generaciones emergentes de la última dictadura habían aceptado con excesiva confianza las promesas del retorno a la vía constitucional, pronto descubrieron, con espanto y dolor, que la democracia no puede reducirse a un conjunto de dispositivos de representación y que puede transformarse en una ilusión impotente si no hay una práctica colectiva, sostenida y pertinente, de participación política. Tres décadas más tarde, la sociedad argentina no parece haber alcanzado estándares satisfactorios de justicia e integración social. Los docentes que hemos sido educados en condiciones de desigualdad y exclusión, ¿podríamos generar condiciones para el cambio social desde la enseñanza? La respuesta sólo puede ser afirmativa si incluimos nuestros propios procesos de aprendizaje, de revisión de creencias y hábitos heredados a veces sin crítica. En definitiva, se trata de invitar a pensar lo político, el único camino de construcción de ciudadanía, pues sabemos que la escuela, por sí sola, no va a cambiar la sociedad, pero la sociedad no se transforma a sí misma si no se despliegan y movilizan procesos culturales cuya mecha la escuela puede encender desde la enseñanza.
Autores Isabelino Siede Consultor de la Licenciatura en Enseñanza de las Ciencias Sociales para la Educación Primaria de la UNIPE. Alina Larramendy Directora de la Licenciatura en Enseñanza de las Ciencias Sociales para la Educación Primaria de la UNIPE.