Hace unos días, una de mis referentes en esto de ser madre decía que tenía ganas de, después de tantos años, escribir en su blog sobre algo que no fuera la maternidad. Hace unas semanas, cuando lancé mi escuela, otra de mis referentes, al pedirle opinión, reconoció que tenía la cabeza en otro sitio, que estaba necesitando desconectar del «planeta madre».
Yo misma, hace unos meses, escribía que estaba saliendo del puerperio. Pero entonces llegó la cuarentena, la convivencia 24/7, y, como en Gran Hermano («En la casa todo se magnifica»), la nube de oxitocina volvió a ser el único aire respirable.
Me volví a fusionar con Monete. Se acabó mi salida del puerperio. Me sumergí de nuevo en la díada, volví a ser la mitad de ese ente complejo que formamos madre y bebé desde que nació.
La fusión madre-bebé: la importancia radical de la diada
Esa diada es imprescindible. Hace que las personas sobrevivamos, es la base a partir de la que creamos un apego seguro. Nos sostiene, física y psicológicamente, y da sentido al mundo en los primeros años de nuestra vida.
Pero llega un momento en que necesitamos ampliar nuestro universo, reforzar el resto de figuras de apego, explorar más allá del cuerpo de nuestra madre, del hábitat seguro y predecible que es nuestra casa. Poco a poco, entendemos que nuestra madre no somos nosotras, descubrimos que hay un yo, y, después, que también hay un «otras personas».
Y necesitamos ese espacio igual que en los años anteriores necesitábamos que no lo hubiera.
Y en ese momento, la diada se va diluyendo. Por ambas partes.
¿Y qué está pasándome ahora?
La maternidad me sobrevino «como una ola». Me puso del revés, me hizo tragar agua, me desolló las rodillas, me hizo recordar todas las estrategias que alguna vez conocí para mantenerme a flote.
Cuando estás intentando nadar contracorriente, no puedes pensar en mucho más. Durante dos años, no he podido pensar en prácticamente nada que no fuéramos nosotros. Mi pensamiento abstracto ha estado concentrado en la psicología perinatal, lo único que me interesaba, porque éramos nosotros, porque nos explicaba, porque nos daba sentido.
Pero entonces empezó la guarde, y esas horas sin Monete no eran simplemente «tiempo disponible». Eran también una disolución más profunda. Una separación no solo física, sino mental. Eran las primeras semanas en que empezaba a interesarme el mundo fuera de nuestras paredes. En las que recordaba las cosas que me gustaban antes de la maternidad.
Mi tesis volvió a parecerme relevante, y no simplemente una tarea pendiente. Volví a disfrutar de la lectura, no como evasión, sino como fin en sí misma. Me sobrevinieron las ganas de socializar, que hasta ahora habían estado agazapadas.
Ahora, tras estos meses de pausas forzosas, vuelvo a sentir lo mismo. El calor me tiene bajo mínimos, pero más allá del cansancio corporal, hay una especie de energía dentro de mí que es como un torbellino, que quiere salir en todas direcciones a la vez.
Quiero leer, quiero cantar, quiero bailar. Quiero jugar a videojuegos, quiero escribir aquella novela abandonada. Quiero aprender más cosas, quiero, quiero, quiero.
De pronto, vuelvo a ser una primera persona singular, a disfrutar de mi soledad, sin culpa, sin nostalgia. Echo de menos a mi bebé, pero me alegra mucho que no esté aquí ahora.
Sin embargo, como ya intuía en aquella primera sensación de puerperio finalizando, esta «yo» no es la misma «yo».
He cambiado para siempre. Y eso es bueno
Me interesan, de nuevo, las cosas que lo hacían antes. Pero las miro con otros ojos. Las siento de otra manera.
No puedo «ser mujer antes que madre»; soy mujer, y, además, madre. No es un trabajo que pueda dejar, una afición de la que pueda aburrirme. Forma parte intrínseca de quien soy ahora.
Y ya no puedo quitarme las gafas de madre, igual que un día dejé de poderme quitar las gafas violeta. Pero cuando miro al horizonte, a veces, me veo a mí sola.
Y estoy disfrutando mucho de este reencuentro.
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