Hola amigos. A principios de julio participé en unas Jornadas de Coaching, Inteligencia Emocional y Programación Neuro-lingüística. La verdad es que había sido un fin de semana muy especial, de descubrimientos a todos los niveles… he llenado por completo las hojas para apuntes que nos dieron en el congreso, tantas eran las ideas nuevas que pude anotar en esos dos días.
Mensajes positivos y no tan positivos. La buena noticia es que:
La mente es completamente moldeable y con escuchar a nuestro corazón podemos llegar a ser lo que nos propongamos.
La mala: nuestra mente tiene una grandísima resistencia a cambiar, porque al actuar de forma automática se produce un gran ahorro de energía y al cerebro no le gusta nada desperdigar energía.
¿Sabíais que sólo el 20% de los que queremos cambiar lo conseguimos? Que el 80% restante sucumbe a las presiones de nuestra mente y finalmente no cambia. Porque no cambiar es más fácil. Es seguir en piloto automático, es dejar de pensar y de comernos el coco.
Y así me fui a casa aquel domingo, al acabar esas jornadas. Había empezado a notar los primeros cambios pero mi miedo –miedo, palabra clave– era que en pocos días o semanas volvería a sentirme igual, volvería a estar completamente abducida por los efectos del miedo.
Esa pequeña superación de la que hablo no fue otra cosa que atreverme a realizar una dinámica de alto impacto: el llamado glasswalking o lo que es lo mismo, pisar cristales rotos con pies descalzos. Son sólo 4 pisadas en realidad. Los cristales son grandes y colocados de manera que no parece que vaya a haber cortes, según podéis apreciar en la imagen de arriba. Yo estaba dispuesta, sobre todo, después de oir una charla de lo más motivador de una de las conferenciantes, Celia Pérez.
Pero el problemilla vino después, cuando nos dieron a todos los participantes una hoja para firmar, diciendo que si sufríamos algún tipo de corte o teníamos que ser atendidos por los médicos, no demandaríamos a la organización del evento. Firmé la hoja pero el hecho de pensar que cabía la posibilidad de cortarme, y después oír cómo crujían los cristales bajo los pies de los que sí se habían atrevido a hacerlo, me entró algo de pánico y decidí que me marcharía a casa.
Cerca de mí observé a una señora elegante, algunos años mayor que yo, mirando con curiosidad y admiración a los que pisaban cristales. Tenía tanto miedo como yo. Lo podía leer en su cara. ¿No te atreves?, le pregunté. Al igual que yo, no se atrevía. ¿Pero si todos lo hacen y no les pasa nada, es que no es peligroso, digo yo?, seguía insistiendo yo. Ella me contó que había superado su fobia a volar tras realizar otra técnica de alto impacto doblando barras de hierro con la garganta.
Estuvimos charlando un rato, y cuando vi que hizo ademán de marcharse, le solté de repente: si tú lo haces, yo también. Ella sonrió sorprendida, vi en sus ojos ese destello de luz, esa osadía que asoma por unos pocos segundos siempre que dudamos. Había que pillar al vuelo aquel instante. ¡Venga!, me dijo y para no demorarnos más, me quité rápidamente los zapatos, entregué mi hoja firmada y me coloqué en el puesto 3 para empezar a temblar y sentir que ya no había vuelta atrás.
Y ahora, querido lector o querida lectora, me gustaría preguntarte: ¿qué hacías el 11 de septiembre de 2001? Estoy bastante segura de que te acordarás con mucho detalle de ese día: dónde estabas, con quién, qué llevabas puesto, cómo te sentías. El día aquel fue de un gran impacto para ti, sin duda alguna. Y así es: cuando algo te impacta tan fuerte, tus sentidos se agudizan, lo ves, oyes, hueles, lo sientes todo… Es algo que de alguna manera te marca, ¿verdad?
Recuerdo a la perfección y probablemente recuerde en un futuro lejano esos segundos antes dar mi primer paso sobre aquellos cristales. El pie levantándose lentamente para posarse ligeramente sobre aquel material cortante y agudo, percibir esa sensación fría, indolora… –¡indolora!–, respiración contenida, milimetrando las pisadas, sostenida por una ayudante que en todo momento está a tu lado, completamente alerta… descubriendo que no siento dolor, que no me corto, que algo que pensé que nunca sería capaz de hacer, era sencillo y fácil. Un paso, otro, otro más… y ya podía salir de aquel espacio lleno de cristales, pero di una cuarta pisada, total, no ha sido nada.
Una compañera me limpió las plantas de los pies, por si quedaba algún trozo pequeño pegado, abracé a la chica que me había sujetado del brazo en este corto y eterno a la vez trayecto, y me dirigí… más bien salí volando de vuelta a mis zapatos. ¡Lo había hecho! ¡Pude hacerlo! Me sentía ligera, todavía temblorosa por la emoción anterior, liberada del todo. Y una clave que no mencioné antes. La chica que me sujetaba del brazo me dijo segundos antes de empezar: imagina que al final de estos cristales está aquello que crees que no puedes cambiar. Demuéstrate a ti misma que puedes.
Cuando la señora con la que había estado charlando minutos antes volvió también de su prueba, le di un fuerte abrazo y le pregunté su nombre. Se llamaba María, igual que yo.
Si no fuera por ella, por el hecho de percibir que ella también sentía ese miedo, que no estaba sola, que podía transmitir mi miedo a alguien, no sería capaz de hacer aquella prueba. No la conocía de nada, ni siquiera sabía su nombre, pero ella me ayudó. Ese día, aparte de superar ese miedo a lo desconocido o más aun: superar las barreras de mi mente, ese “no puedes”, “es imposible”, “te harás daño”… ese día aprendí también algo muy valioso: cuando sientes miedo, no lo reprimas, compártelo… Compártelo con al menos una persona, alguien que te entienda, que sea capaz de ponerse en tu lugar. Al compartirlo, lo liberas, sientes que ya no estás solo. ¿Será que nuestro peor miedo es el miedo a no ser comprendidos, el miedo a la soledad?