La razón de no prodigarme en post sobre compras es que trato de controlar mis impulsos de shopahólica compulsiva y, para lograrlo, lo más eficaz es alejarme de la tentación. Por supuesto la carne es débil y no siempre soy capaz de resistirme. Escribir es una buena táctica para mantenerme a distancia, pero he visto que escribir sobre el tema no funciona igual de bien. Hay días que, aunque no quiera ni pensar en ello, las prendas me llaman con sus cantos de sirena. Mis pobres oídos, al percibir esa seductora frecuencia, me compelen a acudir a la llamada. También hay épocas. En Navidades no es preciso ningún canto, hace años los Reyes Magos desviaron su correo a mi bandeja de entrada y Sus Majestades no contemplan la opción de que alguien pueda negarse a sus demandas, ni siquiera por motivos de salud mental (y quien opine que exagero al alegar locura en mi descargo es porque nunca ha tenido que ocuparse de buscar un encargo imposible a última hora). Aprovecho para transcribir una nota reciente de Melchor en la que avisa que, en el futuro, no se tendrán en cuenta los pedidos recibidos con posterioridad al 21 de diciembre que, con las fiestas y las guardias, es muy difícil sacar tiempo de donde no lo hay. En una adenda matiza que las garantías de éxito en las pesquisas se incrementan en cartas fechadas antes del 15 de diciembre que no obligan a los pajes a andar de cabeza.
Tras el inciso de Sus Majestades, retomo mi diatriba. Al ocuparse de hacer recados para otros, cuesta trabajo no picar. Los escaparates exhiben sus mejores galas durante las fiestas y lucen su atractivo en todo su esplendor. El cerebro se torna débil bajo el creciente bombardeo y, llegado un punto, sucumbe. Por si acaso las luces no bastaran para hipnotizarte, los descuentos anticipados a clientes, y como consecuencia de mis paseos se me considera cliente de la mayoría de las tiendas de Madrid (y de Linares), se añaden como incentivo.
Hay zonas minadas. Sé que quedar por el barrio de Salamanca es peligroso, una inocente comilona se continuará con un circuito por la zona y pretender salir de allí con las manos vacías es pura entelequia. Entrar a Marella, a L'Atelier, a Divina o a Lagasca 27 (por mencionar algunos de mis favoritos) es precipitarse a la caída. No se contempla no entrar. Otro motivo por el que es difícil que me vaya sin comprar nada es porque en muchas tiendas me conocen, me saludan y se muestran encantadores, aunque sin atosigar. Me sentiría culpable si, después de semejante trato, no comprase algo.
La zona de Chueca no es mucho más segura. Por suerte o por desgracia, según se mire, mi boutique favorita de la zona es el outlet de Ekseption que, pese a sus precios outlet, sigo sin poderme permitir (aunque mirar sus percheros y probarme alguna de sus joyas textiles sí que entra dentro de mis capacidades). Si me siento frustrada, siempre me queda el consuelo de acercarme a Augusto Figueroa a mirar zapatos (los de Ekseption están lejísimos de mi alcance). Debería estudiarse en serio el efecto que ejercen los zapatos sobre las endorfinas femeninas. Aunque sé que es peligroso, porque su dependienta es uno de esos encantos que he comentado antes, que no solo me conoce sino que incluso recuerda mi número de calzado, siempre me acerco a JC. Además sus zapatos son bonitos y buenos y, ya puestos, mejor comprar buen producto a gente amable. Muy atenta es también la dueña de una pequeña tienda vintage que he descubierto hace poco. Se llama Emmanuelle y está en Campoamor, 8. Entré porque, a diferencia de lo que suele suceder en casos similares, las prendas parecían nuevas. Luego comprobé que no olían a viejo y, además, tenían buen tacto. En realidad no eran nuevas sino que están tratadas y restauradas para dar esa impresión. La calidad era excelente y los precios de derribo: podía permitirme pecar sin remordimientos (e incluso comprar algún regalo).