Somos monitos humanos necesitados de afecto, de mirada, de protagonismo, de sentirnos importantes y únicos, de comprensión, de placer, de caricias, de tiempo, de calma...
Da igual por donde camine. Es un panorama desolador de falta de amor. Nadie puede dar(se) lo que no sabe que tiene.
Carencia, miedo, ira y tristeza... disfrazados de éxito, de poder, de prisa, de dinero, de activismo, de rebeldía o de fiesta.
Cuando una despierta y lo ve, lo primero es sentir una intensa punzada de dolor: creo que voy a morir en el desierto.
No es fácil darse cuenta, dejar caer los disfraces, comprobar que todo es de cartón piedra.
Pero luego, y cuando todo está más oscuro, una brizna de hierba comienza a renacer.
Sin quererlo, sin hacer nada, resurge el proceso de sentir que la fuente está dentro de mí, y empieza a manar... Sí, no está afuera el oasis. Mana de mí, de ti, de cada uno... Donde hay latido, hay esperanza.
Y entonces poco a poco recupero la vista y el olfato, veo todo con otros ojos... y abandono el juicio, y acepto, y aprendo a amarme a mí misma y a los que me rodean... Así como me veo a mí misma, veo a los demás; así como no me enjuicio a mí misma no enjuicio a los demás porque comprendo que todos estamos a medio camino del desierto...
Y poco a poco deja de dolerme tanto, y de molestarme, y de airarme, tanta reacción normal a la escasez, mía y de los otros...
Y lo de adentro y lo de afuera, todo, se va volviendo más bonito, más tranquilo, más fecundo, más plácido.