Con Jaume II vivíamos mejor (I)

Publicado el 10 marzo 2013 por Eowyndecamelot

Principios de 1293

Isabel sujetaba, solícita, a mi caballo por la brida con la voluntad de subvenir a mis menguadas condiciones físicas, después de las largas semanas de recuperación de mi herida y de las fiebres subsiguientes. Yo apoyé la bota derecha en el estribo y e hice pasar reprimiendo ayes dolor la pierna izquierda hacia el otro lado de la montura; pero afortunadamente la operación pudo ser llevada a cabo sin demasiado desdoro para mi dignidad.

-No podéis aventuraros solas por estos caminos –nos advirtió, por enésima vez, el anciano maestre de aquella pequeña encomienda-. Están llenos de salteadores y no son infrecuentes las incursiones de moros; pensad que la frontera está cerca. He decidido que uno de mis caballeros os acompañará hasta Gardeny.

Yo gruñí. Otro tío que se empeñaba a relegarnos al papel de sexo débil. Probablemente en el siglo XXI hubiera firmado todas las leyes antifemeninas del PP y hubiera abogado por arrebatarnos cualquier exiguo derecho que hubiéramos disfrutado con anterioridad.

-Escúchame, buen anciano. Mi compañera Isabel ha recorrido muchos kilómetros, desde Barcelona hasta aquí, solo acompañada del joven de la aldea cercana que ejerció de mensajero, y creo que ha demostrado que es bastante capaz de cuidarse solita. Y en cuanto a mí… Bueno, no esperarás que te enumere mis hazañas, ¿no? Porque no acabaríamos ni en tres días.

Obviamente, estaba alardeando. Pero el aludido intentó ser conciliador.

-Eowyn, sé que eres una dama hábil, valerosa y capaz de protegerte y proteger a la gente que te acompaña pero aún no te has recuperado plenamente y el hecho de que tu amiga no haya sido atacada hasta ahora no significa que no vayáis a serlo. No lo veas como una duda acerca de tu capacidad ni nada relacionado con tu condición de mujer, sino solo como preocupación por vuestra integridad física.

Eché un vistazo a Isabel, que cruzaba miraditas con el caballero elegido, Guifré, que en realidad era la única persona en la casa templaria, dedicada exclusivamente a la administración agrícola de una pequeña porción de tierra, que contaba con la edad y el entrenamiento suficiente para servirnos de escolta. Aquella chica no cambiaría nunca, me lamenté yo: le gustaban los hombres más que a mí una buena jarra de vino acompañada de jamón del bueno. Y aunque había aprendido lo suficiente de sus malas experiencias pasadas para no comprometerse nunca con sus compañeros de cama, jugar con fuego era siempre la antesala temporal de la quemadura. Pero me apiadé: que le diera gusto al cuerpo, ella que podía.

-Está bien –acepté a regañadientes-; pero conste que solo lo hago porque me resulta muy fatigoso discutir en mi estado.

Guifré se apresuró a cabalgar su montura, que un avisado joven sargento ya le tenía preparada, con tal expresión rijosa en el rostro que de inmediato comprendí  a que se referirán los historiadores de la Edad Contemporánea al hablar de que los templarios siempre estaban dispuestos a desenvainar la espada. Pero en aquel momento, y aprovechando que Isabel y Guifré estaban ocupados felicitándose mutuamente porque iban a poder continuar con sus jueguecitos amorosos al menos un par de días más, el viejo maestre se acercó a mi caballo y me hizo señal de que me inclinara hacia él, para susurrarme.

-Sé que no vas a Gardeny a visitar a ningún familiar enfermo –esa era mi nueva coartada, al no haber podido esconder mi condición femenina tras el barullo que se derivó de mi herida-. Tu antiguo compañero me habló de tu verdadera misión. No te preocupes, soy parte de los conjurados y él lo sabía, no debes tener ningún temor conmigo.

Vaya. Al parecer, aquello era ahora un secreto a voces, y yo tenía la extraña y poco cómoda sensación de ser la única en desconocer al menos la mayoría de los detalles más jugosos. No entendía porque se habían empeñado en hacerme partícipe de aquel fenomenal pandemonio solo para mantenerme en la inopia, como un siervo ignorante y fiel al que le desposeen de la posibilidad de ser una ciudadano curioso e informado desde la escuela, gracia a adoctrinamientos caducos y anuladores de la personalidad; con la consecuencia de que ni sabe ni puede quejarse cuando se percata de que todo aquello que creía suyo por derecho, como la justicia, la salud, el agua, la dignidad, es objeto de comercio y de lucro por seres más incultos que él, pero también más desalmados, que creen poden utilizar el mundo a su conveniencia solo porque tienen el suficiente dinero para comprarlo o porque alguien se lo regala por los servicios prestados, como si fuera algo susceptible de comprar o regalar. Bueno: yo misma había respondido mi propia pregunta.

-No claro, temor ninguno –expresé mis ideas en voz alta-. Solo he de ir recibiendo mamporros sin saber exactamente por qué ni para quién estoy luchando, como un soldado estúpido y fiel que no sabe en qué guerra se encuentra. Vamos, una vida fantástica la que ofrecéis.

El anciano hizo un signo a uno de los sirvientes, que le acercó de la cuadra en segundos un caballo ensillado. Yo hice una mueca de extrañeza.

-Os acompañaré un trecho. Será mejor que hablemos.

Nuestra pequeña comitiva emprendió la marcha. El anciano comendador y yo abríamos la marcha y Guifré e Isabel cabalgaban en paralelo a escasos pasos de nosotros, intentando disimular sus miradas de arrobo. Alcé la mirada al cielo: no tenía yo suficientes problemas como para compartir viaje con una parejita en plena efusión de su conocimiento mutuo. Me dirigí a mi acompañante.

-¿Qué es lo que quieres decirme? Aunque presumo que de ti tampoco voy a sacar mucha información, ¿me equivoco?

-Tienes demasiada prisa en que se respondan tus preguntas –confirmó él- y tal vez no sea lo más adecuado. Pero por favor, no me digas que no sabes por lo que luchas, porque lo conoces perfectamente. No puede ser baladí el tema que te ha apartado de un trabajo cómodo y bien pagado y de la posibilidad de hacer un buen matrimonio y vivir en la mayor tranquilidad toda tu vida.

Yo solté una carcajada. Matrimonio. Estaba claro que aquel hombre no sabía con quién estaba hablando. Pero una simple mirada de soslayo me hizo comprender que sí, que en absoluto estaba charlando de fruslerías. Una idea demencial cruzó por mi mente.

-¿Me estás diciendo que mi antiguo jefe pensaba pedirme en mi matrimonio? ¿A una plebeya dedicada al negocio de las armas a la que ha pasado al menos diez años de su vida persiguiendo, y no precisamente con propósitos románticos?

-Bueno, quizá con el correr del tiempo se dio cuenta que eras la mujer que le convenía –contestó algo picaronamente-. No me digas que nunca lo sospechaste.

-Si alguna vez se me pasó tal estupidez por la cabeza, la descarté de inmediato. Yo desconocía completamente esa circunstancia. Y tú también deberías desconocerla. No es agradable que todas las personas con las que me topo últimamente parezcan saber más cosas de mí que yo misma.

-No olvides que tu jefe forma parte de la plana mayor de los conjurados. Debió hacer partícipes a los demás sus intenciones para contigo, pero las circunstancias le hicieron renunciar a sus propósitos románticos, como tú les llamas. Eras mucho más útil a la causa como soldado que como esposa.

-Buen, me alegro de poder ser útil para algo –dije con sarcasmo. Me imaginaba quién le había informado de aquel hecho, el mismo que la había puesto en conocimiento de quién era yo y de cuál era mi papel en aquel embrollo, que cada vez se parecía más a las absurdas tramas de espionaje sacadas de una mala novela con que los políticos españoles y catalanes del siglo XXI pretenden hacer desviar la atención de los ciudadanos de los sangrantes dramas que les aquejan o que les acechan. ¿Era yo acaso integrante de algún Método 3 medieval?-. Y sí, he de reconocer que sé por qué lucho y que lo hago convencida. O al menos, porque ningún otro remedio me queda. Pero quiero saber más. Necesito saber más.

Sí. Las cuestiones torturaban mi cerebro hacía demasiados meses, concretamente desde que emprendí la vuelta a Barcelona desde Chipre, aunque tenía que no reconocer que no había invertido el suficiente tiempo y ganas en meditar en los muchos enigmas que se anudaban y desanudaban alrededor de Tierra Santa y la famosa reliquia, que parecía ser el origen de todo. Un difícil travesía en el barco que me regresó al puerto de mi ciudad, con continuas tempestades y amenazas piratescas; el duro trabajo, o la dura búsqueda del mismo; y tal vez cierta disposición depresiva de ánimo al sentirme, como tantas otras veces, traicionada, incomprendida, sola, en fin, algunas veces por ser incapaz de comunicar mis sentimientos a la gente que apreciaba, y otras, la mayoría, por este carácter difícil e insoportable con el que la naturaleza o las circunstancias me han obsequiado… Todo eso me hizo relegar a un segundo término todas aquellas preguntas sin respuesta que se iban acumulando en mi vida desde hacía casi dos años.

-Te entiendo. Pero debes tener paciencia. Lo sabrás cuando estés preparada.

Miré al comendador con sorna, mostrándole mi incredulidad acerca de aquella cansina cantinela. El viejo me miró como si pudiera leerme la mente, mucho más allá de aquel estado de ánimo. Me pregunté si sabría algo de todos los temas que me perturbaban. De aquel extraño ataque que sufrimos en Limassol y del que nadie supo, o quiso, darme una explicación coherente; del descabellado trasiego del misterioso objeto, robado por Guillaume por mandato del Sultán de Egipto, y después, misteriosamente, no entregada a su destinatario sino traída a Barcelona a mayor gloria de la Orden Templaria; de los supuestos poderes paranormales de la citada cosa, que al parece permitían al controvertido freire la precognición; de la identidad del famoso Número Ocho; de la delirante relación de amor y odio que parecían mantener Guillaume y nuestro común amigo, y el inquietante afán de este último a seguir mis pasos empleando ridículos disfraces (algo me hacía pensar que no andaba muy lejos, aunque no le viera e incluso presintiera que no volvería a verle en mucho tiempo), en lugar de, sencillamente, presentarse y al menos intentar acompañarme por las buenas, si era eso lo que le apetecía; y, por último, a pesar de que me imagino que me he dejado muchas cosas en el tintero, de las cuestiones al parecer completamente personales que enemistaban a Guillaume con Jaume II.

-Solo puedo decirte una cosa. Me comentaste cuando estabas aún convaleciente de tu herida que cogiste unas extrañas fiebres en el barco que te trajo desde Acre cuando las cosas se habían calmado un poco en la ciudad. Por cierto, es un gran mérito, o casi un milagro, que pudieras sobrevivir hasta entonces… pero no hablemos de eso ahora -¿acaso también estaba informado de mis saltos en el tiempo? ¿Es que ninguno de mis secretos iba a quedar a salvo? Me dijiste que desde entonces has tenido diversos episodios. ¿Cómo te sientes ahora?

En realidad, era curioso que tocara este tema.

-Pues… tengo que reconocer que, aparte del dolor de la herida, maravillosamente bien. Creo que no he estado mejor en años. Pensé que tendría que arrastrar esto toda mi vida, que mi salud no volvería a ser la que fue. Pero todo eso ha cambiado. Es… como si estuviera completamente curada.

-Lo estás.

Le miré estupefacta.

-No nos lo agradezcas. No te lo he dicho para comprar tu lealtad. Sería un acto vil que, disponiendo de los remedios, no los administráramos a los que los necesitan; los hermanos de Miravet habrían hecho lo mismo, de haberlos tenido a mano en aquel momento. Sabes, nuestros viajes a tierras lejanas nos han hecho acumular muchos conocimientos sobre la naturaleza y el ser humano. Todos estos conocimientos se perderían con nosotros si desapareciéramos. A alguien le interesará que se pierdan. Creo que ya tienes una idea más de la razón por la que luchas. Y ahora, sigue tu camino.

Volvió grupas y se encaminó de nuevo a la pequeña encomienda, cuyas puertas, tal como divisé en la lejanía, se abrían de nuevo para él. Yo ya no sabía qué pensar. ¿De verdad aquellos templarios eran los benefactores más benefactores de la Humanidad? Y si era así, ¿por qué tantas disensiones e espionajes internos, como un vulgar partido político del siglo XXI? ¿Dónde estaba el Bárcenas que guardaba las pruebas inculpadoras de malas prácticas reiteradas bajo notario, con la amenaza de tirar de la manta si no le proporcionaban jugosos estipendios mensuales, para poder viajar a Canadá siempre que le apeteciera, e inmunidad jurídica? ¿Era quizá todo una gran impostura, perpetrada por no sé qué motivos? O, mucho peor, ¿me había introducido en una secta de locos peligrosos? (continuará)