(viene de) No tenía manera de saberlo. La única opción que me quedaba era seguir con el plan previsto: arribar a Gardeny y hacer las averiguaciones pertinentes, fingiendo que era una familiar suya que venía a visitarle (para lo cual tendría que esconder de nuevo la cota de malla y la espada que por seguridad llevaba para el viaje y vestir ropas más idóneas a la impostura). Aunque mucho me temía que aquel polémico personaje no iba a estar presente en el castillo. Las semanas que habían transcurrido sin noticias suyas, desde que el mensajero que al parecer mi antiguo compañero había enviado para alertarle había marchado, me hacía presagiar que Guillaume no había salido con vida de aquel túnel. Algo que me habría apenado verdaderamente, y a pesar de todo, de no haber comprendido hace tiempo que nuestro paso por esta tierra es fugaz y que cuando me despido de alguien, sobre todo si se dedica al mismo oficio que yo, en muchas ocasiones es para siempre. La vida humana es muy barata en la Edad Media, aunque vosotros, lectores occidentales del siglo XXI, no podáis ni imaginarlo. Ahora, si me leéis desde algunos lugares de Asia, África o América Latina o cualquier otro enclave adonde los oriundos de países ‘desarrollados’ hemos sabido bien exportar nuestros conflictos para nutrirnos de ellos sin sufrirnos en nuestras carnes, seguramente entenderéis mejor de los que estoy hablando.
En fin, por si esto sirve de consuelo, tampoco yo espero vivir eternamente. No me interesa. Sé que no llegaré a vieja. La perspectiva de acabar mis días en la paz y la tranquilidad de una pequeña pero fértil propiedad agrícola, rodeada de hijos y nietos, puede ser un sueño para muchas y muchos, pero no es el desenlace que yo he elegido. Solo espero que el final, cuando llegue, sea lo más decoroso y lo más útil posible. Bueno, Guillaume, pensé, no sin tristeza, nos volveremos a ver en el Infierno. Y espero que entonces de una puñetera vez contestes a mis preguntas.
En esas estaba cuando Isabel dio espuelas a su caballo para ponerse a mi altura, dejando a Guifré en la retaguardia. Mi sutil amiga siempre parecía adivinar cuando necesitaba compañía. Me miró con intención y volvió la cabeza hacia atrás un momento, como instándome a que admirara las dotes de su nuevo amigo por si no había tenido oportunidad de hacerlo anteriormente.
-Es tan gentil y apuesto… ¿verdad? –expresó, satisfecha.
Yo la obsequié con una mueca burlona.
-No es mi tipo. Demasiado flacucho. Y por otra parte, no sé si es buena idea de que vuelvas a encapricharte de un hombre; sabes que siempre te han traído problemas. Y menos de uno como ese, que nunca podrá estar completamente a tu disposición. A no ser –colegí- que sea eso exactamente lo que quieres.
Isabel protestó.
-¡Solo ha sido un hombre el que me ha traído problemas!
-Más que suficiente para escarmentar –aduje yo-. No hay nada malo en los hombres en general, por lo menos eso supongo. En mis momentos más conciliadores, quiero pensar que ha sido la sociedad que ellos construyeron la que les ha cambiado, al igual que quiero pensar que fue la propiedad privada quien hizo al ser humano desmesuradamente ambicioso, ciego y egoísta, en lugar de que la Humanidad, precisamente por ser ambiciosa, ciega y egoísta, creó la propiedad privada. Pero aún en el caso de que fuera así, hasta que esa sociedad no cambie, y no les cambie al mismo tiempo (y para eso aún falta mucho tiempo), mejor ser muy cauta con ellos; lo cual he de decir que es una lástima, porque algunos están muy buenos.
Isabel fruncía el ceño, pensativa, después de reprimir una sonrisa: le hacía gracia mi manera de expresarme.
-Me conoces, Eowyn, aunque a veces tu temor por mi seguridad hace que me subestimes. No quiero un marido que decida sobre mis ocupaciones, mis diversiones, o el número de hijos que he de traer al mundo. Sé que Guifré no hará nunca nada de eso, pues ama más su Orden de lo que le podría interesar cualquier mujer; es uno de sus mayores puntos a favor –soltó una carcajada- tal como tú has adivinado –de pronto, su mirada se ensombreció ligeramente-; dices que falta mucho tiempo para que este de estado de cosas cambie. ¿Tendremos que esperar, quizá, a ese tiempo futuro del que siempre hablas?
-Oh, allí es peor –contesté-. Aquí un marido puede decidir sobre el número de hijos que puede tener su esposa; en el siglo XXI un solo hombre puede decidir sobre el número de hijos que parirán todas las mujeres de su país. Hay uno que se llama Gallardón, por ejemplo.
-Entonces –mi amiga parecía asustada-, ¿no mejorarán las cosas?
Me tomé mi tiempo para responder.
-En parte sí. Se han conseguido muchos avances, a costa de muchas luchas. Pero tengo la sensación que los retrocesos han sido tan grandes como esos logros. Se trata de una situación complicada: las mujeres son allí libres según la ley, y sin embargo están sometidas a una serie de esclavitudes derivadas de la costumbre, la economía… esclavitudes que no se ven, pero se palpan, y que las hacen terriblemente vulnerables. Son las primeras víctimas de la pobreza, de los conflictos y de la represión, y muchas veces los hombres que las explotan continúan siendo unos héroes antes los ojos de la gente, y acumulan poder y cargos, mientras que ellas, víctimas, no pueden pretender ni siquiera tener la dignidad de denunciar el abuso al que han sido sometidos sin caer en la vergüenza pública, e incluso tener que marcharse de su casa. No, visto de una manera global, no han mejorado las cosas. Al menos esa es mi opinión.
Isabel enmudeció. Pero, cuando la miré, vi en sus ojos un propósito firme: era una luchadora. Y pondría todo lo que estuviera en su mano por cambiar lo que pudiera: no la arredraba ni la perspectiva de un negro futuro. Me alegré de su valor y de su fuerza. Y pensé: Cambiar el futuro. Que lo que veo allí no se haga nunca realidad. Que solo haya sido un mal sueño. O que se pueda revertir… Volvía a tener la sensación de que el trabajo que estaba realizando en el siglo XIII contribuiría, de alguna manera oculta, como a través de un invisible cable subterráneo, a mejorar el siglo XXI y lo que vendría más allá de él. En eso confiaba. Por eso seguía peleando, a pesar de todas mis dudas.
De pronto, oímos ruidos de caballería delante de nosotros, tras un recodo del camino. Guifré, siempre pendiente de nuestra seguridad, se adelantó hasta ponerse ante nosotras. Yo me coloqué a su lado: allí a la única persona a la que había de proteger, dada su condición, por decirlo de alguna manera, de civil, era Isabel. Tras unos cautos pasos más, vimos como, en la carretera más amplia que atravesaba nuestro sendero, una extraña comitiva circulaba: tres guardias arrastraban en una carreta a un infeliz cubierto de cadenas cuyos harapos desgarrados aún mostraban que debían de haber pertenecido en el pasado a un atuendo típico de campesino.
-Reconozco esos colores –afirmó Guifré con ira-. Son hombres de los Entenza. Probablemente ese pobre desgraciado habrá cazado en los bosques del señor o roturado terreno que no le correspondía. O cualquier otra cosa: la justicia señorial está llena de malos usos en la Corona de Aragón.
Yo lo sabía bien. El ‘fet diferencial’ no siempre funciona a favor de los catalanes: en Castilla aquel hombre tal vez hubiera tenido la posibilidad de apelar al rey en última instancia. Aquí, y en este momento histórico concreto, no. En cualquier caso, no son los mandamases en la Corona de Aragó peores que los mandamases de otros lugares, por mucho que a algunos de ellos les interese considerarlos así y renuncien, por ejemplo, a ser defendidos por los Mossos d’Esquadra (cuando lo único que hacen los pobres es apalear manifestantes), y por mucho que los nuestros crean lo mismo de los demás. Todos los poderosos, por mucho que compitan entre ellos, por sus intereses particulares o de cara a la galería, forman parte de la misma patria: todo lo demás es manipulación.
-Se lo llevan al amo para que imparta justicia –continuó Guifré-. No podemos permitirlo.
Pobre, apaleado y enjuiciado sin remisión alguna. Y ni siquiera tenía pinta de elemento peligroso que va a manifestarse en las todas las siguientes e hipotéticas huelgas generales y mareas ciudadanas y al que hay que confinar en prisión preventiva sine die, por si acaso. Aunque a lo mejor era que no había pagado las tasa judiciales. Por lo menos, el pobre campesino conservaba aún sus dos ojos. (continuará)