Con Jaume II vivíamos mejor (XII, dos más y se acaba)

Publicado el 18 abril 2013 por Eowyndecamelot

(viene de) La cosa se estaba poniendo muy fea. Muy, pero que muy, fea. Casi más fea que los caretos de Montoro, Báñez y de Cospedal juntos, aunque en ningún caso superaba en fealdad a sus negras y retorcidas almas y a las de sus congéneres de aquella España del siglo XXI, en que el robo y el asesinato es la justicia, y la defensa y la solidaridad, el terror y el nazismo. Yo me dirigía a la cocina pues, al parecer, la inoportuna llegada de Blanca había hecho adelantar el desayuno y despertado a toda la tropa y visitantes, con lo que la sala capitular estaba vacía. Y necesitaba llenar el estómago, a ser posible con premura y abundancia, antes de reflexionar sobre cuál sería el siguiente paso. Afortunadamente, aquello no era un problema; quiero decir, no era un problema siendo Ermengarda de Nantes. El cocinero y sus ayudantes se mostraron muy solícitos con mis más nimios deseos y me sirvieron una cantidad tal de viandas sabrosísimas, acompañados con vino de la Ribera del Ebre, que hasta a mí me pareció excesivo. Debieron extrañarse un poco al ver a una dama supuestamente tan fina engullir como si estuviera en la antesala de la Tercera Guerra Mundial, pero la verdad es que me preocupa más la supervivencia que la línea, y en cualquier caso las vicisitudes de mi existencia hacen más probable que muera de inanición que de empacho. Y ya se sabe: no soy más que un roja repugnante que prefiere hacer cosas pecaminosas como comer en lugar de pagar su hipoteca. Los que son como yo tenemos lo que nos merecemos: un gobierno que insulta la inteligencia, ultraja  y desprecia, en la mayor impunidad, a los ciudadanos a los que debería servir y proteger. Un gobierno que cada día nos está lanzando un guante que un día recogeremos: y de qué modo.

A medida de que la pitanza iba ocupando su lugar en mi estómago, de modo que sus nutrientes pasaron a mi sangre, la perplejidad en la que me habían sumido las palabras de Blanca iba a dando paso a la más explosiva y letal cólera: ¿cómo se atrevía aquella mujer a tratarme como a unos de los miles de mercenarios contratados por un Capriles preso de la rabia por haber perdido las elecciones venezolanas a pesar de toda la intoxicación a la que tenía sometido al pueblo (él y todo el sistema al que representa)? Y ¿para qué? Para asesinar y para destruir las conquistas del pueblo. ¿Acaso pensaba que yo, al igual de los adláteres de aquel fascista medio lelo, iba a rebajarme a matar a los míos, los pobres, para servir a los ricos, como un ser sin dignidad, y sobre todo, sin ética? Pero lo peor no el hecho en sí,  sino no lo que implicaba: yo había tomado mi determinación. Decidida,  agradecí a aquellos hombres sus atenciones antes de salir de la estancia y comenzar a pasear por la parte trasera del patio de armas. Nadie me haría cambiar de idea, a no ser que me presentara argumentos que yo no hubiera considerado; pero no lo creía posible. De todas formas, tenía que encontrar a Guillaume y explicárselo todo. Sentía que, por lo menos aquello, se lo debía.

Pero mi gozo en un pozo. Un hermano tan tímido que apenas se atrevió a mirarme a la cara durante toda la conversación me contó que Guillaume había sido llamado a capítulo por el rígido comendador, y que tampoco Gonzalo parecía hallarse por ninguna parte. No obstante, la perspectiva de saber que el orgulloso bretón estaba recibiendo el rapapolvo de su vida por parte del antipático líder de la encomienda me producía un gran sentimiento de hilaridad: al menos le serviría para aplacarle los ánimos e instarle a mantener la espada bien envainada hasta que las condiciones fueran propicias. Pero en ese ínterin yo ya había pasado al patio delantero, donde la impresionante compañía que escoltaba a Blanca había desplegado sus tiendas y estandartes y entretenían el tiempo en entrenar con la espada, el arco o la ballesta (aún alguien sufriría un accidente), y encontré a Isabel y a Guifré dando un romántico paseo, aunque sin el más mínimo contacto físico y con miradas muy disimuladas. Parecía ser que el caballero estaba instruyendo a mi amiga sobre armas y colores de los escudos, y ella, siempre tan ávida de todo tipo de conocimientos, se mostraba como la más atenta de las alumnas.

-Chicos –me dirigí a ellos de forma expeditiva-, siento molestaros pero necesito vuestra ayuda. Me voy. No puedo quedarme aquí más tiempo.

Sorprendidos y preocupados, me siguieron al rincón más solitario que pude encontrar en aquel patio de armas atestado de tiendas y de hombres. Les conté toda la historia: el coloquio con Blanca, la información de la que ella disponía y que podía dar al traste con la misión, su oferta de trabajo para matar a Guillaume…

-La creo capaz de cualquier cosa –finalicé-. Y mientras yo esté aquí, Guillaume será vulnerable. Por un lado, ella puede amenazarle con decir la verdad, con lo que nuestra estrategia se descubrirá y toda la misión se irá al garete, aquí y en el resto de los reinos de la Península. Y por otro, si yo desaparezco y conmigo desaparece la amenaza que ella imagina que yo represento, tal vez Guillaume sabrá halagarla de nuevo y enviarla de regreso a Barcelona hasta nueva orden. Es mujer está completamente loca: deben haberle repetido demasiadas veces que el destino de una mujer reside únicamente en el amor y el matrimonio, ya sean juntos o separados, y eso le ha secado los sesos. O quizá es otra cobarde fanática como Gallardón, que pisotea la libertad de las mujeres por mandato de la una Iglesia de la que teme su condena eterna en el otro munfo o la retirada de su apoyo en este…. Guifré, no hace falta que entiendas esto…   Tampoco ayuda mucho que Blanca crea que su alta alcurnia le concede derecho a todo… aunque me temo que esa pretensión es algo generalizado. Tengo que marcharme, no queda otro remedio o al menos yo no lo he visto. ¿Sois de la misma opinión que yo, amigos? No quisiera correr el más mínimo riego de equivocarme.

Era tan inusual que yo pidiera consejo a alguien o que me mostrara insegura, que Isabel, compadecida, me cogió de los hombros.

-Creo que tú decisión es justa, Eowyn.

-Y si lo que te preocupa es el peligro que pueda correr Guillaume –añadió Guifré-, no te preocupes. Estaremos atentos –el aburrido caballero de la pequeña encomiendo había visto el cielo abierto con aquella aventura. No solo le había dado la oportunidad de conocer a Isabel, un privilegio para cualquier ser humano, hombre o mujer, sino que le había metido de lleno (era imposible mantenerle más tiempo en la inopia) en el centro de la conjura. Y a ella también: de hecho, y ya que mi nueva posición hacía imposible que me mezclara con los sirvientes, la nueva estrategia que había planeado Guillaume era que fuera Isabel, bajo mi supervisión, la que se encargara. Ahora tendría que hacerlo sola. Me volvía hacia ella.

-Isabel, si piensas por algún momento que esto te supera, déjalo. Encontraremos a algún incauto o incauto que lo haga. Me preocupa que puedas correr peligro.

Ella sonrió.

-No hay riesgo alguno. Además, tendré a Guifré, Guillaume y Gonzalo a mi lado. No te apures, amiga. Esto supone para mí una oportunidad, algo tan diferente de mi vida cotidiana… De ninguna manera quisiera dedicarme a ello como tú -lanzó una carcajada-, me encanta trabajar como herrera, pero una distracción nunca viene mal. Además, sé que la causa es justa.

Ojalá estuviera yo tan segura. Le di una palmada en el hombro.

-Está bien. Subo ahora a prepararme. El plan es este –lo puse en su conocimiento-. Y ahora, me temo que ha llegado el momento de las despedidas. Decidle adiós a Guillaume de mi parte; espero que no se cabree mucho conmigo. Y vigiladle: dudo que pueda arreglárselas sin mí.

-Puedes estar tranquila a este respecto. Hasta pronto, amiga. Pensaremos en ti. Hasta el día en que volvamos a encontrarnos –dijo Guifré. Isabel no habló; no era necesario. Nos abrazamos los tres y yo fui a mi habitación.

Una vez allí, y con la puerta convenientemente cerrada, me quité el vestido y me puse la cota de malla, que afortunadamente había guardado en el baúl de Guillaume, sobre la ropa interior. Por encima, y también fruto del inagotable arcón, me coloque un vestido algo más ancho que los demás, que disimulaba la impedimenta que llevaba puesta. Lo cierto es que me estaba cambiando más de ropa en aquella aventura que una vedette de revista. Así pertrechada, e intentando caminar de la manera más natural posible para que no se notara la rigidez de mis andares, volví a salir al patio de armas. Según mis instrucciones, Isabel debía de haber cogido mi caballo y mis armas y dejarlos en el último árbol antes de llegar al camino que descendía de la montaña, mientras Guifré distraía a los guardias para evitar preguntas incómodas; en ese encargo me lo encontré, y paseé distraídamente hasta que vi a Isabel escabullirse por el portón y después ir al encuentro de su pareja como la que no quiere la cosa. Había llegado mi momento.

Salí con tranquilidad, sin ser molestada por los guardias: ¿quién se atrevería a interpelar a la poderosa Ermengarda, de la cual, además, aquella excentricidad de salir a pie y sin compañía no era la única que conocían de ella? Además, siempre podía demostrar que era tan imbécil y tan psicópata como cualquier noble medieval o alto cargo del PP del siglo XXI, y alegar que me iba a practicar un poco la movilidad exterior para dejar de ser una ni-ni. Con un poco de suerte los guardias no responderían a la agresión verbal que estaba perpetrando contra toda una generación decepcionada y perdida, y no me lincharan allí mismo, que sería lo único que me merecería en el caso de expresarme de aquella manera… Además, tampoco parecía que fuera a alejarme más allá de un simple paseo…. no obstante, la adrenalina bullía por todo mi organismo: si en aquel momento al comendador se le ocurría asomarse a alguna ventana… aunque tampoco debería extrañarse de mi paseo… entonces ¿qué era aquella comezón que me reconcomía por dentro?

Apenas faltaba unos 20 metros para llegar a donde Isabel había dejado mi caballo, escondido tras las primeros árboles del camino: el animal era lo suficientemente inteligente (más que muchas personas) para comprender que debía quedarse quieto y callado esperándome, pero no dejaba de ser un ser salvaje, y por tanto, imprevisible. El castillo iba quedando atrás con cada uno de mis pasos, y el camino se acercaba, pero a medida que este se hacía visible, la inquietud que sentía crecía exponencialmente, envuelta en un ruido sordo y lejano.

O no tan lejano.

Comprendí que lo que estaba oyendo era el inconfundible atronar de cascos de caballo al galope. Ua par de ellos, calculé, arrastrando lo que a todas luces era un carruaje, a juzgar por los chirridos, crujidos y retumbar de hierros y maderas contra el suelo tras los baches del camino que, poco a poco, se iban haciendo más evidentes. Pensé durante un segundo: si echaba a correr hacia mi caballo, concitaría sin duda la atención de los guardias, que tal vez decidieran que, después de todo, aquella nueva excentricidad de Ermengarda ya colmaba la medida, pero si no lo hacía, aquel carruaje llegaría antes de que yo hubiera cumplido todo el recorrido, y el jaleo que sin duda organizarían haría que el comendador saliera a recibirlos, y entonces mi huida sería, cuanto menos, difícil. Me decidí por la primera opción y eché a correr a toda la velocidad que me lo permitía el hierro que vestía y el vestido de amplias faldas. Pensé que podría conseguirlo. Ya apenas faltaban unos metros… Hasta que una flecha silbó un milímetro más arriba de mi hombro y otras, al parecer disparadas desde muy lejos y por tanto con no demasiada potencia, se clavaron en diversas partes mi cota de malla sin herirme (continuará).