Por entonces, los días eran una sucesión indeterminada de tiempo que apenas deja rastro entre los recuerdos, salvo el de aquella mañana fresca de otoño en que, naturalmente, ni sabía de política ni tenía ningún interés por una cuestión tan complicada de la que, a lo sumo, había oído hablar de vez en cuando a mis padres. Sin embargo, la agitación y el revuelo que se produjo el día que asesinaron al presidente americano se me quedó impresa en la mente, imposible de olvidar. ¡Habían matado a Kennedy! Fui testigo de la conmoción donde quiera que estuviera presente: en casa, en el barrio, en el pueblo, en el colegio, en la calle, en todas partes. También por la radio, la tele y los teléfonos no se hablaba de otra cosa. Fue como padecer una enfermedad propia de la infancia: te deja inmunizado de por vida. Así, de manera un tanto confusa pero imborrable, percibí que el ambiente de los mayores se había espesado de súbito hasta contagiar su gravedad y preocupación al niño que hasta entonces había sido ajeno a las preocupaciones de los adultos. De alguna manera, había asumido que ya no era cuestión de juegos ni de risas, sino de silencio y seriedad, de seguir con atención los comentarios que iban surgiendo y comenzar a comprender lo que había sucedido.
El mundo se revelaba con toda su crudeza, mucho más terrible y violento que las historietas de cualquier cómic, tan simplonas. El propio Kennedy, cuya juventud e ideas significaban una esperanza para millones de personas, al promover leyes sobre derechos civiles y la integración racial, y declararse berlinés en Alemania occidental para criticar el comunismo, era al mismo tiempo un mujeriego irresponsable y un imperialista capaz de ordenar la invasión fracasada de Bahía de Cochinos. Un personaje carismático que encandilaba a la nación cuando prometía el objetivo de llevar un hombre a la Luna en aquella década, pero al mismo tiempo tan osado para ocasionar el momento de mayor peligro de guerra nuclear con el bloqueo naval a Cuba para impedir la instalación de misiles soviéticos en la isla.
Un niño deja de ser niño cuando empieza a interesarse por la realidad que le rodea, por una realidad tan traumática como el asesinato de un presidente y toda la complejidad de asuntos que va conociendo. Por eso, cuando mataron a Kennedy también acabaron con mi inocencia infantil, para desvelarme de repente un mundo lleno de trampas y equívocos, donde nada es lo que parece ser, sino más feo y oscuro. Con Kennedyasesinaron también mi niñez, para bien o para mal, que aun no lo tengo claro. De eso hace hoy cincuenta años, que se dice pronto. Pero no se olvida