Con la historia en los talones

Publicado el 05 septiembre 2014 por Elena Rius @riusele

Moltkebrücke en Berlín (Foto Erich Hermes, Deutsch Evern)


Aunque cualquier lugar que haya sido habitado por el hombre tiene sin duda una historia detrás, hay países, regiones, ciudades donde la huella de la historia se percibe con mayor claridad. En pocos lugares lo percibo mejor que en Alemania. La Alemania de hoy -próspera, ordenada, floreciente- puede engañar a simple vista, pero a nada que se levante un poco la alfombra emergen las sombras del pasado. Me refiero ante todo a la historia más inmediata, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Aunque a veces la catástrofe más reciente haga olvidar a otras más antiguas: durante la Guerra de los Treinta Años, el territorio que hoy constituye Alemania quedó absolutamente devastado. No sólo se produjo una destrucción total de las poblaciones (el ejército sueco solito arrasó 1.500 pueblos y 18.000 villas), sino que el hambre, la guerra y las enfermedades acabaron con buena parte de la población, que se estima que en 1620 era de 16 millones y para el final de la guerra sólo de 10.O sea, encontrar restos auténticamente medievales en Alemania es poco menos que milagroso: los pocos que no habían sucumbido antes, quedaron sin duda aplastados bajo las bombas aliadas. Sea como fuere, nada ayuda más a percibir ese pulso oculto de la Historia que acompañar las visitas turísticas de determinadas lecturas. Por ejemplo, recuerdo mi última estancia en Berlín -hace ya algunos años-, que compaginé con la lectura del excelente Berlín: la caída de Antony Beevor. Imposible evitar un escalofrío cuando, al cruzar alguno de los numerosos puentes de la ciudad, comprobaba una y otra vez que todos fueron destruidos durante la guerra (los alemanes, pueblo minucioso, amablemente ofrecen la fecha de la destrucción y la de su reconstrucción, a menudo años más tarde, en cada puente). ¿Cómo se vive en una ciudad machacada por las bombas, en la que poco a poco se interrumpe el suministro de agua, el de electricidad, en la que no hay comida ni modo de desplazarse para buscarla... ? Para amantes de las emociones fuertes sobre este tema, existe otro libro muy recomendable, Europa en ruinas, una recopilación de testimonios presenciales de los años 1945-48. Así que esos pueblecitos tan preciosos son sólo una cara de la historia. La más halagüeña. O, a veces, impostada. Hannover, por ejemplo, tiene un bonito centro "histórico", con un par de calles flanqueadas por casas aparentemente antiguas. Que sí, son antiguas, pero no son de Hannover.

 Lo cierto es que el núcleo de la ciudad sufrió una destrucción prácticamente total durante la guerra, de modo que para la reconstrucción tuvieron que recurrir a traer las fachadas de casas de poblaciones cercanas que habían sobrevivido mejor al desastre. Sobre esos bombardeos , su desarrollo, sus consecuencias y, en último extremo, su necesidad (¿de verdad hacía falta tanta destrucción de bienes y vidas?), conviene leer El incendio, Alemania bajo el bombardeo 1940-45, de Jörg Friedrich. Un libro que causó verdadera conmoción en Alemania en el momento de su publicación. Con motivo. O, menos documentado, pero más literario, Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald. 
A veces, estos oscuros rastros de la Historia pueden incluso arruinarte la experiencia. Citaré al respecto una anécdota personal. Hace un tiempo pasé unos días en un idílico hotelito campestre cercano a la costa báltica de Polonia.  Es ese territorio que anteriormente formó parte de Alemania, y de donde procede de hecho el núcleo duro de la aristocracia prusiana, los Junkers. El hotel en cuestión era la casa señorial de uno de estos señores, remodelada.

Como pueden ver, un lugar hermoso. Era un placer desayunar en la terraza que daba a la parte de atrás, con vistas al pequeño lago donde nadaban unos cuantos cisnes y pasear por los bosques que circundaban la finca. 

Hasta que en uno de esos paseos di con las tumbas. Eran tres lápidas. Todas de mujeres, todas muertas el mismo día de 1944. Una mayor -la madre o la suegra-, dos jóvenes. No resultaba difícil imaginar la secuencia de los hechos: el avance inexorable del Ejército Rojo, precedido por las historias (ciertas) de violaciones y crueldad; el terror de las tres mujeres que permanecían en la casa señorial, quién sabe si ya viudas de un oficial, o sin noticias de sus hombres en algún lejano frente. Según el personal que cuidaba del hotel -que por supuesto no tenían nada que ver con la aristocrática familia original-, las tres se suicidaron, espantadas ante lo que les esperaba. Quiero creer que fue así, porque en efecto parece una muerte más clemente que la alternativa. Pero a partir de entonces el recuerdo de esas muertes y de esos momentos de terror que habían tenido lugar entre las mismas paredes que habitábamos con tanta despreocupación me arruinaron las vacaciones.