Una hamaca frente a la otra. La sombra densa de unos mangos bien frondosos, de esos dulces como solo saben crecer en tierra santiaguera. De un lado el pacificador, el hombre que había cerrado el paso a la independencia con un pacto irrespetuoso firmado entre cubanos indignos; del otro lado, un mulato terco que no bajaría su arma mambisa sin la libertad que tanta sangre había costado.
Cuenta Martí en su Diario de Campaña que “Martínez Campos lo fue a abrazar, y Maceo le puso el brazo por delante”. No había acuerdo mientras a la paz le faltara la independencia. No nos entendemos, dijo el hijo de Mariana, y en aquella manigua espesa no hubo más pacto que romper el corojo ocho días después.
Muchos años más tarde, para Fidel, “con la Protesta de Baraguá llegó a su punto más alto, llegó a su clímax, llegó a su cumbre, el espíritu patriótico y revolucionario de nuestro pueblo”. Desde entonces la frase del Titán se convirtió en el santo y seña de todo revolucionario inconforme.
Por estos días esas tres palabras vuelven a convertirse en respuesta ante la injusticia, ante la necedad de pretender que Cuba es aún patio trasero, ante la terquedad de una postura que en 60 años va de fracaso en fracaso.
Porque los cubanos siguen sin entender de pactos infames o – ya que estamos – de leyes que ofendan su soberanía; de pacificadores o agitadores que, desde otras tierras, sueñan con las nuestras; de ponerse “flojos” cuando se tensan las cuerdas y es amenazado el futuro de la Patria.
Más de 140 años después de aquel susto tremendo que recibió Martínez Campo en pleno monte cubano, en la Isla se sigue entendiendo de lucha, de batallas infinitas mientras el adversario insista, de soberanía a costa de todo, de la dignidad que germina en la más tremenda adversidad.
Entendemos de amor, no de odio; de solidaridad, no de despojo. Entendemos de echar suerte por el bien de todos, no de unos cuantos. Entendemos del trabajo que ennoblece y fructifica, de andar y hacer caminos, de alegrías y fe.
La Protesta de Baraguá, escribió el Apóstol, “es de lo más glorioso de nuestra historia”. Ahora, cuando de nuevo toca poner el brazo por delante y subir el tono de la voz porque “no nos entendemos”, vuelve la Patria a enorgullecerse de sus hijos, de aquellos que, incluso vilipendiados, prefieren una taza de café amargo y fuerte, no encajar en ajenos patrones democráticos, ser parte de un país, jugar en su estadio, en su casa…porque al final en casa nosotros no perdemos.