Estamos en La Rosaleda, en Madrid, un enorme parque dedicado al cultivo de rosas. He elegido estas imágenes porque en ellas se ve gente haciendo cosas, desde un señor leyendo un libro, hasta una fotógrafa en plena explosión de colores, pasando por un empleado de la limpieza y una señora paseando. Cada uno a lo suyo, concentrado en su tarea, unos disfrutando y otros no tanto. Como la vida misma (la fotógrafa, por cierto, está capturada usando la técnica del “zooming”, sin nada de photoshop, fotografía pura y dura).
Nada nuevo bajo el sol. La cotidianidad es un tesoro por descubrir, una cualidad a la que solemos hacer poco caso pero que encierra muchos secretos y muchas historias. Solo hay que echarle un poco de imaginación para darse cuenta de lo ricas que pueden llegar a ser las escenas cotidianas. Porque si lo piensas bien, verás que hasta en las historias de ficción más increíbles, esas con tramas que se entrecruzan y están llenas de engaños y sorpresas, plagadas de giros argumentales y que cuentan con un guión alucinante que te engancha desde el primer minuto, hasta en esos relatos hay momentos en los que el protagonista, o un amigo, o un tipo que pasaba por allí, está inmerso en una escena absolutamente cotidiana.
Por eso podemos hacer el ejercicio inverso y situar al señor con sombrero de la primera foto, en mitad de una película de espías en la que nos cuentan los entresijos y las corruptelas propias de los gobiernos de la Europa del siglo XXI y resulta que ese señor está esperando a que pase su contacto para entregarle un importantísimo mensaje cifrado. Y el contacto podría ser perfectamente el empleado del jardín o la señora que pasea, mientras que la chica con la cámara de fotos no significa nada y está ahí solo para despistar al espectador. O a lo mejor es la verdadera protagonista de la historia y precisamente ha acudido al parque siguiendo al malo, del que luego se enamora cambiando de bando y provocando una importante crisis diplomática que solo podrá solventar rompiendo su relación y renunciando al amor en favor de la patria.
Y así hasta el infinito. Tantas historias como tiempo tengamos para inventarlas. Después de leer algo así mi padre me hubiese dicho que yo era “Antoñita la fantástica”. Ironías de la vida. Es posible que, al tener que renunciar a tantos sueños, se me esté agudizando la capacidad de soñar. O puede que me esté aburriendo más de lo que creo. O tal vez me esté volviendo cada vez más bobo sin darme cuenta, no lo sé.
Lo que sí es cierto es que desde siempre me ha gustado partir de una imagen para imaginar el antes y el después. La fotografía nos ofrece el instante congelado, ese momento mágico e irrepetible que no existiría si no hubiese sido capturado por una cámara y nosotros podemos llenar los enormes vacíos que se crean antes y después con una pizca de fantasía.
Porque cualquier excusa es buena para escapar de mi realidad.