Concilio

Publicado el 26 julio 2010 por Fragmentario

Ofertas peligrosas

En nombre de los juramentos de ternura,
De los que nadie nos puede desligar,
Y para reconciliarnos
Como en los buenos tiempos de nuestra embriaguez.

Charles Baudelaire, El vino del asesino

En esa época estudiábamos para profesores de literatura. Es decir, éramos pobres, charlatanes y muy borrachos. Comprábamos mercaderías en el Supermercado de la Carne, una especie de gran galpón con precios muy accesibles a nuestros bolsillos. Cada semana, además, había una nueva y única superoferta. Si era de salsas, pasábamos toda la semana comiendo guisos y espaguetis. Si se trataba de alguna verdura, por extraña que fuera, nos convertíamos al veganismo a plazo fijo. Así pasábamos por la semana del atún, la de las arvejas y hasta de la limpieza (¿qué otra cosa puede hacer uno, por más anarquista que se reivindique, con quince litros de desodorante para piso?).

Una mañana entramos, como de costumbre, y Sebastián me tocó el hombro y señaló hacia arriba. Sobre nosotros se alzaba, con imponencia, una torre de babel de cajas de vino. Nuestra fascinación llegó a la cima cuando nos percatamos del precio. La crisis ya había disparado los precios y los vinos empaquetados en tetrabrick más dudosos costaban un mínimo de tres pesos con cincuenta. El que nosotros apilábamos en un changuito oxidado nos exigía apenas ochenta y nueve centavos por litro. Vino fino de mesa Concilio, se rotulaba. Vino de cardenales, de frailes, de catacumbas, bromeábamos.

Esa noche cocinamos, en festejo de nuestra adquisición, unas milanesas con puré instantáneo. Servimos ceremonialmente el tinto en dos copas y brindamos. Un sabor acre me llenó la boca. Era repugnante. Acerqué instintivamente la nariz al líquido y noté que el olor era de una acidez inaguantable, casi apestosa. Pero lo peor llegó segundos después. Una cefalea filosa y repentina me embargó. Mirando la copa, desconsolado, se lo comuniqué a mi amigo.

-A mí también me duele la cabeza. Es imposible, apenas un traguito. Esto es veneno puro.

-¿Y qué mierda hacemos con las diez cajas?

-Cualquier cosa menos tomarlas. Voy a comprar cerveza.

Sebastián volvió en el momento justo en que llamaba un amigo común. Lo atendió.

-No hay problema. Sí. No, no estábamos haciendo nada. ¿Medrano y qué? Ah, en la concha de la lora, vamos a tener que tomar dos colectivos. Tipo doce, ponele. Plata no tenemos, pero llevamos unos cuantos vinos. Listo, nos vemos ahora.

Colgó y me sostuvo la mirada con decisión, leyendo mi reproche.

-Nadie se va a morir. Es feo, pero no está picado ni vencido. Los que ya estén en pedo le van a dar como al agua, y los demás lo mezclarán con coca o lo rebajarán. No seas hinchapelotas, a menos que tengas guita para comprar un fernet.

Me convencí de que los argumentos eran razonables, cargamos las cajas en una bolsa y partimos. El cumpleaños era de un pibe de filosofía al que no habíamos visto jamás, pero estaban todos nuestros compañeros, una banda punk de chicas de quince o dieciséis, dos guitarristas que hacían covers de Sabina y un barbudo que repartía porros que acababan de salir del ladrillo más grande que vi en mi vida.

Las escenas que sobrevinieron son imposibles de contar sin hundir para siempre la casi nula reputación de persona respetable que alguna minoría me adjudica. El único dato de importancia para esta historia es que toda la noche bebimos cerveza, rechazando con cortesía las jarras y vasos de vino que circulaban en los diferentes grupos. Amanecía. Luego de recitar en voz alta unos versos de Las flores del mal delante de las muchachas punk y de un grupo de cineastas amateurs, decidí que era demasiado. Busqué a Sebastián, que dormía en el baño. Le subí los pantalones y lo cargué con ayuda del más fornido de los que estaban en la fiesta. Subimos a un remís y nos acostamos a dormir hasta que la noche llegó de nuevo.

El domingo siguiente el diario titulaba Cuatro muertos por intoxicación con alcohol metílico. El calor subió por mi garganta y no pude relajarme hasta comprobar que ninguno de los fallecidos había asistido a la fiesta. Todos tenían más de cuarenta años. La marca del vino incautado no estaba mencionada, pero ambos vivimos mucho tiempo con la sensación de haber jugado con cometer una masacre. Que la buena suerte, la duda razonable, el tiempo y la confesión pública sirvan para exculparnos.