Quizás Myanmar no sea el país con los paisajes más increíbles del sudeste asiático. Muy probablemente no pasará a la historia por sus delicias culinarias que poco ofrecen más que arroz frito y tallarines con salsa de pescado. El folclore y vida nocturna poco dan de sí en este país. Pero es un país lleno de sonrisas, de gente maravillosa. Y si por algo destaca Myanmar sobre el resto de países en su entorno es por eso mismo, la gente.
No quiero menospreciar a ningún otro país, hasta ahora no tengo más que buenas palabras sobre cualquiera que me he encontrado por el camino, exceptuando casos muy aislados.
Pero en Myanmar la gente es sencillamente adorable, atentos, sacrificados, y aun teniendo la vida que tienen, marcada por la opresión de un gobierno que desoye los gritos (silenciosos) de su pueblo y no hace más que regalar el peso de la familia en oro para distintos templos, sus gentes siguen luchando (a su manera) por ser felices, por no borrar esa sonrisa de sus caras en ningún momento.
Ni cuando saben estar siendo vigilados, ni cuando saben que por mucho que quieran no podrán salir del país si no es de manos de la mafia.
A diferencia del resto del mundo aquí un comentario sobre algo que te gustaría se convierte en un regalo al día siguiente, sin posibilidad de pagar por él. “es para ti amigo, por favor, no me ofrezcas dinero, se que lo querías”. Y tan feliz se va.
Los templos, si, impresionantes, debe de haber 100 por habitante en Myanmar, cada cual más grandioso que el anterior, pero no son más que eso, templos. Y yo, personalmente, no cambio ni uno de ellos, por una sola sonrisa que me haya encontrado por el camino, ya sea un pequeño niño con una cometa hecha con una bolsa de basura, o de un humorista que se juega la vida cada día despotricando contra el gobierno.
Acabo Myanmar como empecé, porque sin duda se trata del país de las sonrisas!