Alina Rodríguez (Carmela) y Armando Valdés (Chala)
en una escena de la película “Conducta”.
Por Vincenzo Basile
No le hace falta absolutamente nada a esta última película del director cubano Ernesto Daranas, que está literalmente reventando en las redes sociales. No hay twittero, bloguero o comentarista cubano que se respete que en estos días no esté dando sus entusiasmadas opiniones. Y con toda probabilidad está pasando lo mismo por las lejanas y desconectadas calles de Cuba.
“Conducta” representa quizás uno de los más acertados y auténticos relatos de realidad cubana, pura, dura y cruda, tal como se presenta a quien la vive o la visita. Ningún catastrofismo apocalíptico hecho de miserias humanas, al estilo de Juan de los muertos. Tampoco una improbable fábula basada en la armonía social y en el final feliz, al estilo de Habanastation.
La historia de Chala -un muchacho problemático que vive con su mamá adicta y se ve obligado a dividirse entre escuela y responsabilidades domésticas, sobreviviendo gracias a la venta de palomas y al entrenamiento de perros para peleas clandestinas- es una gigantesca imagen que se hace fondo y contenedor de una más variada constelación de relatos secundarios, una espiral de múltiples facetas que absorbe al espectador y lo deja atado a la silla hasta el último segundo.
La inexperiencia de una maestra suplente que va aprendiendo lentamente que educar es algo mucho más complicado que una pasiva y fría enseñanza. La magnífica actuación de Carmela, fuerte y a la vez cariñosa maestra de vocación, alguien que nadie -tampoco el espectador- puede evitar de sentir como su propia abuela, una entrañable figura que por un momento otorga a quien la observa una sensación de esperanza para el futuro. La historia de Yeni, la que Chala querría como novia, una holguinera que vive clandestinamente en La Habana con su papá. Y la postura de Raquel, la ciega y automatizada burócrata que solamente piensa en cumplir reglas, leyes y disposiciones, sin considerar los múltiples matices y elementos que condicionan la vida humana.
Entre una historia y otra, de una forma u otra, encontramos una excepcional fotografía de lo más contradictorio y cuestionable que presenta la sociedad cubana de este siglo: insatisfacción política, educación en declive, burocracia asfixiante, religión, trabajos ilegales, corrupción policial, prostitución, droga, marginalidad, clandestinidad, emigración, abandono, muerte. Pero también los valores más humanos -amistad, amor, solidaridad, desinterés, ayuda al próximo- de quienes en una realidad tan complicada no se dejan vencer por la indiferencia, ni se abandonan en un sálvese quien pueda.
Una película sencilla en su estilo y producción, pero profundamente tocante, impregnada de un realismo puramente antillano. Relatos tristes, en ciertos momentos dramáticos, que dejan al espectador como hipnotizado frente a la pantalla, observando cada imperdible y sensacional escena, y quizás permitiéndole encontrar un pedacito de su existencia en cada una de ellas, generando en quien la mire la sensación de conocer ya todas estas historias, como si estuviera asistiendo a un documental dedicado a su propia vida. El espectador se siente por esto observador, participe y tal vez coprotagonista de todas estas historias.
¿Qué cubano no conoce a un Chala, a una Carmela o a una Raquel? ¿Qué cubano no tiene una vida metida entre marginalidad, esperanza humana y oficialismo? Quizás podría ser precisamente esta la metáfora escondida en la película. La marginalidad, un elemento más o menos presente en la vida de todos los cubanos, analizada y enfrentada desde dos perspectivas aparentemente inconciliables: la perspectiva humana y la perspectiva oficial, donde una resuelve los problemas con el corazón y la otra lo hace con reglas frías y abstractas.
El éxito de este largometraje es indudable. Algunos pedazos de la película ya se han convertido en una especie de culto. Las palabras de Carmela -ese “no tanto como los que dirigen este país” en respuesta a Raquel quien quisiera retirarla porque lleva demasiado tiempo como maestra- parecen ser una de las escenas que más comentarios está generando, y con mucha probabilidad se fijarán como uno de los emblemas de este filme, algo que irá más allá de los tiempos y de los contextos; como la famosa exclamación del homófobo y medio fascista militar “revolucionario” de Fresa y Chocolate cuando afirmaba que “la Revolución no entra por el culo”.
Tal vez una sola crítica o, mejor dicho, una constatación sobre otro irrebatible elemento que caracteriza la sociedad cubana y que Ernesto Daranas refleja a la perfección: la excesiva politización.
El filme fundamentalmente hace al espectador partícipe de un enfrentamiento entre bandos, entre la maestra espontánea, humana y tal vez un poco anárquica, que no quiere saber nada de reglas y leyes, y la funcionaria, presentada con el rostro más inhumano posible, intransigente, sin piedad.
Este enfrentamiento entre “espontaneidad” y “oficialismo” se absolutiza hasta la exasperación, hasta el punto en que una sanción disciplinar, un icono religioso en la escuela o la violación de alguna ley, no son normas de una comunidad organizada en sociedad, sino el emblema de una política omnipresente y una burocracia asfixiante.
Y cuando al último minuto de la película, la funcionaria sigue queriendo resolver la situación aplicando las reglas, el “no has entendido nada, ¿verdad?” de Carmela explota como una bomba que aterra al espectador; lo deja ahí sin esperanzas, convencido finalmente de que no hay posible solución entre valor humano y reglas, que son dos cosas que se anulan mutuamente, que para ser un buen ser humano, por fin, hay que estar necesariamente en posición antitética respeto a la regla establecida. Quizás esto es algo que la industria cultural cinematográfica cubana debería contribuir a desincentivar, o por lo menos a no reiterar.
Pero, si se habla de película realista, hay que admitir que esta también es Cuba: pura, dura, cruda y contradictoria. El país donde diariamente se critican las arbitrariedades, las ilegalidades, la falta de certeza de leyes y derechos; el país donde la gente se queja constantemente por la presencia de tanta política de la cuña hasta el cajón; y finalmente el país donde todo lo que no gusta -norma, ley o regla- deja de ser un elemento necesario de funcionamiento y de cohesión social, y se convierte automáticamente en una absurda e inexplicable prohibición, fruto de una voluntad arbitraria de un asfixiante poder que debe ser enfrentada con equivalente arbitrariedad. Una pura y paradójica “realidad” toda cubana.
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