En Cold war (Pawel Pawlikowski, 2018), el director polaco construye un clásico con los resortes del cine clásico. En este caso la guerra es un recuerdo que sin embargo permanece en el alma de quienes protagonizan esta intensa historia sobre un amor imposible que se desarrolla a lo largo de varias décadas, comenzando en la Polonia de una posguerra mundial que dejó muchas heridas abiertas. El hecho de que Cold war, ganadora del Premio al Mejor Director en el Festival de Cannes y representante polaca de cara a los Oscar, se presente en un más que significativo blanco y negro no se debe entender como una continuidad respecto a la anterior película, Ida (Pawel Pawlikowski, 2013), también rodada en blanco y negro, ya que en principio el director pretendía realizarla en color. Pero sí le da un cierto aire de estilo que la acerca aún más a ese cine de antaño que rezuma verosimilitud. Cold war es posiblemente la mejor película de este año, tan sobria y tan académica en su estilo, pero tan intensa y tan romántica en su descripción de estos dos personajes que se necesitan pero al mismo tiempo no pueden estar juntos. Presentada en la sección Open Zone del Festival de Estocolmo, Cold war ha logrado en este festival el Premio FIPRESCI, uno más de una larga lista que consolidan a Pawel Pawlikowski como uno de los directores más notables del actual panorama cinematográfico.
En Donbass (Sergey Loznitsa, 2018), la presencia de la guerra es explícita, porque su sinrazón es el principal leitmotiv de la película. El realizador ucraniano nos acerca en esta ocasión a la guerra que tuvo lugar entre 2014 y 2015 en la zona este de Ucrania, un conflicto poblado de soldados que no eran soldados, sino pendencieros aprovechados de la llamada a las armas para robar y asesinar. La película está estructurada en torno a 13 episodios que conforman un retrato brutal y sórdido de la guerra, que a lo largo del metraje se va haciendo cada vez más despiadado, pero sin mostrar escenas especialmente violentas, porque la violencia es más psicológica, más profunda que el simple golpe físico. Pero no por ello se evita que algunos momentos sean especialmente perturbadores, sobre todo cuando se sabe que la mayor parte de os fragmentos están extraídos de escenas que fueron recopiladas de redes sociales. Donbass, que representa a Ucrania de cara a los Oscar, es una película incómoda, pero esa incomodidad es lo que la hace más reveladora.
Genèse (Philippe Lesage, 2018) es también una película sobre conflictos, pero en este caso conflictos interiores. Fue la gran vencedora de la pasada SEMINCI de Valladolid, ganadora de la Espiga de Oro a Mejor Película y los Premios a Mejor Director y Mejor Actor, no sin cierta polémica, porque muchos consideraban que era excesivo reconocimiento para una película que ciertamente resulta imperfecta en su desarrollo. El director desgrana a través de tres adolescentes el conflicto interior que experimentan en torno al amor y la sexualidad, describiendo momentos que están sacados muchos de ellos de su experiencia propia en la juventud. En este sentido, Genèse es una película que explora con astucia y cierto sentido del humor esta etapa difícil de descubrimiento de sentimientos, de luchas interiores por entender determinadas sensaciones que a veces sucumben a la razón. Es interesante el trabajo de los actores en esta descarnada exposición interior, aunque haya decisiones de dirección que resultan poco comprensibles, sobre todo es estructura en dos partes que parece presentarnos dos películas diferentes cuya conexión temática no resulta especialmente lograda.
En el Festival Film fra Sør, que también llega al final de una semana intensa, se presentó la película coproducción hispano-uruguaya La noche de 12 años (Álvaro Brechner, 2018), que aborda los difíciles años de la dictadura militar en Uruguay. Presentada en la pasada Mostra de Venecia, la película se centra en tres prisioneros que pasaron esos doce años encarcelados a pesar de cierta apertura a la democracia que finalmente se produjo en el país. Entre ellos, el que más tarde sería presidente de Uruguay, José Mujica, al que aquí interpreta el español Antonio de la Torre. Aunque para muchos espectadores la primera parte de la película es la mas intensa, aquella que trata de reflejar la desolación y el recorrido hacia la locura que amenaza a los protagonistas, personalmente me resulta cansina y exagerada esa acumulación de imágenes y sonidos, de montaje frenético y superposición de imágenes que trata de adentrarse en las mentes de los personajes principales. Secuencias que incluyen algunas obviedades como una referencia a Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), una película que sí refleja con acierto el estado de locura, pero sin necesidad de recurrir a grandes efectismos visuales. Solo cuando el pulso del director se tranquiliza y la película adquiere un tono de cine clásico cuando comienza a adquirir una textura y un contenido que resultan atractivos y están bien urdidos desde el punto de vista narrativo. Apoyada eso sí en un buen trabajo de actores, entre los que curiosamente solo Alfonso Tort es uruguayo, acompañado por el argentino Chino daría y el español Antonio de la Torre. A pesar de tratarse de una coproducción con España, esta es la película que representa a Uruguay para las nominaciones al Oscar a Mejor Película Extranjera.
Por su parte, el documental Les tombeaux sans noms (Rithy Pahn, 2018), es una especie de catarsis personal y artística de su director, que se acerca a una zona en la que aparentemente están enterrados familiares suyos, víctimas del genocidio que provocaron los jemeres rojos en Camboya. En este viaje hacia los recuerdos de un niño de 13 años que perdió a buena parte de su familia en la masacre, Rithy Pahn se reencuentra con un país aún marcado por las heridas de aquella cruenta guerra civil. Y se convierte él mismo en protagonista de ceremonias religiosas en las que las ancianas del lugar tratan de conectarse con sus familiares muertos, mientras a través de entrevistas con algunos campesinos encontramos de nuevo esos relatos terroríficos de una época en la que la muerte y la desolación fueron protagonistas. Pero resulta especialmente conmovedora la forma que tiene Rithy Pahn de representar a aquellos seres cercanos que desaparecieron para no dejar rastro, ni siquiera tumbas en las que colocar sus nombres. Es así Les tombeaux sans noms, presentada en la Mostra de Venecia y representante de Camboya para el Oscar, una película llena de poesía, que conecta con esas otras incursiones del director camboyano afincado en Francia, en torno al genocidio de su país, como S-21, la machine de mort Khmère Rouge (Rithy Phan, 2003) o la más reciente La imagen perdida (Rithy Pahn, 2013), que se adhieren a los recuerdos de la mayor dosis de crueldad que el ser humano ha protagonizado en la era moderna.
Cold War se estrenó 5 de octubre
La noche de 12 años se estrena el 23 de noviembre