Para empezar, es perfecto el término que emplea para autodefinirse: niñólogo. Todos los que estamos inmersos en este mundo deberíamos considerarnos igual de niñólogos que él, ya que dedicamos gran parte de nuestro tiempo a la infancia y ellos son la maravillosa esencia de nuestra profesión.
La primera idea que aborda es el cambio mental y de perspectiva que se hace eco desde hace tiempo: la escuela del maestro que habla y enseña y de los alumnos que escuchan y repiten se acabó. Se ha puesto punto final a esa escuela, por tanto, el nuevo papel del educador debe procurar, asegurar y evitar a toda costa que los niños se aburran. La escuela, vista hoy día, viene a ser una escuela de completamiento, un complemento a la educación en casa. Entonces, ¿por qué es necesario que sea obligatoria? Fundamentalmente por los niños que no tienen buena voluntad, esos que no tienen una familia detrás. Además, una de las funciones nuestras como docentes es ayudar a descubrir el talento del niño, y por supuesto alentarlo, apoyarlo, ofreciéndoles experiencias felices a las personas que nos tocan como alumnos y yendo nuestra labor en consonancia con el desarrollo de los derechos del niño, que están por encima y poseen más valor que, por ejemplo, la ley Wert.
Segunda idea: la consecución de una escuela para todos. Una escuela que ofrece a todos los niños las bases culturales que antes ofrecían las familias, garantizándolas para que las propuestas de la escuela tengan sentido. Una escuela en la que los maestros lean a sus alumnos por necesidad, por placer, no por simplemente descifrar símbolos. Una escuela como espacio significativo y abierta a la vida exterior. Una escuela que escucha a los niños porque sabe que ellos saben, siendo estos momentos de escucha la primera acción educativa. una escuela que promueva criterios de libertad para el alumno. Una escuela que reconozca la diversidad como un valor, pues la raíz del crecimiento es el debate, la heterogeneidad. Una escuela que ofrezca los cien lenguajes, un abanico amplio de formas de expresión y comunicación. Una escuela cuyos alumnos se identifiquen con las propuestas escolares. Una escuela con maestros creativos que comienzan a orientar desde los tres años, no desde los catorce. Una escuela en la que los niños jueguen, sin actividades competitivas, pues jugando libremente es como descubren su pasión. En definitiva, una escuela en la que todos y cada uno de los alumnos puedan ganar.
Tonucci defiende, y no puedo estar más de acuerdo, que los que pueden cambiar la escuela son los maestros y solo los maestros. Un buen maestro, con todas las leyes Wert que puedan aprobarse en el parlamento, seguirá haciendo una buena escuela. Además, tener un buen maestro para cada alumno es derecho constitucional. Parece utópico e imposible, quizá para los pesimistas un idealismo. Pero no lo es y no podemos verlo así. Hay acciones que contribuyen a ello, y Francesco nos regala algunas ideas sobre cómo hacerlo desde el principio, las escuelas de formación de educadores:
- Recuperando la historia escolar de los alumnos que estudian Magisterio para reflexionar sobre sus propias vivencias como alumnos en la escuela.
- Acudir a las prácticas de escuela como investigadores, no como meros copiadores.
- Emplear un método de estudio científico y no dogmático.
- Tener claro que son los niños quienes llevan los contenidos, nosotros ofrecemos las técnicas y los métodos.
Y por último, para que nos quede bien grabado, ser conscientes de que realmente el niño es el maestro del maestro.