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Estas divagaciones me vienen porque ya no fumo. En realidad, nunca he fumado: no tengo talento para hacerlo, no cuento con la elegancia de quienes llenan de mal aire sus pulmones y luego lo expulsan renovando su espíritu. Soy muy plana o fuera de serie para fumar. Entonces, quiero confesar que ya no fumo. Comencé a fumar para luego tener que dejarlo con mucho esfuerzo, pero no lo logré. Es que empecé a fumar, pero nunca lo hice bien, por ello, dejarlo fue más que nada un alivio. Hace cuatro semanas una cajetilla de cigarros descansa sobre mi escritorio, nos miramos como desafiándonos pero con tristeza porque en el fondo sabemos que no nos deseamos. La única confesión posible es que ya no fumo. Nunca fumé. Empecé sin comenzar y terminé sin dejarlo.
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Todo aquello de los cigarros y el avión al que me monté para jugar a la niñez eterna son esos laberintos a los que uno se mete para escapar de las pasiones y los deberes. No necesitaba jugar a los aviones y mucho menos necesitaba “empezar” a fumar. Lo que sucede es que me presento ante un público que atento me mira, me observa y me juzga. No puedo moverme, pero no me detiene su mirada sobre mi cuerpo sino la proyección que hago de las mismas. Soy yo quien se recubre de miradas y se escondo tras el ropaje para protegerse. Descubro verdades en sueños y es la siguiente imagen la revelación del momento: mi ser se divide entre dos luchas, mi yo espiritual y mi yo intelectual. No soy ni lo uno ni lo otro. No me interesa sino la unidad. La persigo y no sé cómo, cuándo ni dónde la hallaré. Tengo certeza. Eso es todo. Tengo un profundo miedo a dejar la página a medias. Eso me asusta más que la página en blanco. El problema es que nunca he sido buena para los finales: jamás me quedan felices o redonditos, como les gusta a los lectores. Sé que mi camino es el del comienzo o el de la disputa, pero nadie me ha dado a elegir y por ello me quedo en lo ridículo: me adormecí esperando que el tiempo decida.
Por Cristal