Confesiones de un agente de la seguridad cubana

Publicado el 09 abril 2015 por Liober @GLiober

¿Cómo pensamos los agentes de la seguridad cubana? ¿Cuáles son nuestras más íntimas motivaciones? ¿Qué precios pagamos?

Al cumplirse mañana un aniversario más de nuestros Órganos de la Seguridad del Estado, traigo a mis lectores un breve resumen de mis motivos, vivencias y el sano orgullo de haber cumplido con mi deber solidario hacia Cuba en la hermosa trinchera del anonimato.

Esa ha sido mi vida. La que no cambiaré, ni renunciaré a ella. Ese es mi premio y mi sacrificio. Mi orgullo, mi dolor y la llama que me mantiene la esperanza.

Mañana estaré junto a los míos, celebrado la vida y apostando por ella.

El locutor leyó, con evidente emoción, la orden del Comandante en Jefe mediante la cual se condecoraba a cuatro agentes de la Seguridad con la Orden "Eliseo Reyes", de Primer Grado. Entre ellos, estaba yo. Se me colocó en mi pecho la honrosa distinción. Después, Raúl se acercó a mí y me abrazó. Una oleada de confundidas emociones me invadió el pecho y sólo atiné a murmurar:

- ¡Cumplí con mi deber!

A veces, miro mi vida y recuerdo las cosas pasadas. Entonces pienso que he sido realmente afortunado. La vida me colocó no sólo donde quise estar, sino precisamente en el lugar en que he sido más útil. Tal vez sea eso lo más valioso. ¿No es acaso éste un justo premio recibido luego de procesar recuerdos de los que no puedo -ni quiero- deshacerme definitivamente? Recuerdos que siempre me acompañarán, para enorgullecerme desde luego. Porque la fortuna del hombre está en eso: en mirar hacia atrás y confirmar que son menos las cosas de las que tendrá que avergonzarse y mayores, aún mucho mayores, las satisfacciones alcanzadas por lo realizado día tras día en largos años de existencia plena.

(..)

Debo agregar algo muy personal. Cuando conocí la historia de Richard Sorge, el ex agente soviético, mucho después y a instancias de papá, cuando mi propio padre puso en mis manos el libro maravilloso que mostraba a ese héroe singular de carne y hueso, me sentí impelido a imitarlo. No reparé en esa oportunidad en su obstinada lucha por acallar el dolor de su corazón; en la añoranza hacia los suyos; en su terca decisión de no vacilar. Fue otra de sus virtudes la que conmovió mi sensibilidad: su heroísmo desnudo, impresionante y sugerente. Me importó, pues, sólo una parte del hombre, desechando tal vez la más importante, aquélla que podía esclarecer por qué una persona es capaz de escribir maravillosamente la página inolvidable de su propia vida. Después, sin embargo, lo aprendería. Esa gran verdad, sólo a través del tiempo y las circunstancias, la aprendería.

Hay quien supone que ser un agente de la Seguridad es cosa fácil. Yo pensé lo mismo al principio, cuando todavía no estaba preparado para serlo. Imaginaba que bastaba tener una fe ciega en la Revolución y estar dispuesto a darlo todo si llegaba el momento de la entrega sin alternativa.

Suponía que era suficiente sostener ideales y asumir motivos. Indudablemente, yo tenía los míos. Luego, llegué a otra conclusión: me hacían falta muchas otras cosas esenciales para realizar mi trabajo. No es que no sea básico poseer una gran solidez de convicciones. Eso, indudablemente, se vuelve fundamental en esta coyuntura. Pero es insuficiente.

Por supuesto, un agente con convicciones siempre conoce la razón de su lucha. Puede resultar suficiente saberse sostenido y comprometido con su carga de principios y heroísmos nacidos del seno del pueblo al que pertenece.

Esto le ayuda a dar más de sí ante la adversidad y las situaciones de riesgo. Porque muchas veces uno se siente solo, aislado de los suyos. Entonces es suficiente la añoranza de las cosas que ama, por sencillas que sean, es suficiente para sentirse estimulado con nuevas fuerzas y energías.

La nostalgia es un reto a vencer. Y nadie mejor que uno mismo para ello. En fin de cuentas, el agente se desarraiga de cosas amadas para ir a cumplir una misión en un entorno extraño. Y más que extraño, casi siempre hostil e incomprensible. Además, carece de la compañía de los suyos. Le faltan los padres, la mujer, los hijos, todo lo que ama. Son etapas en que las cosas más insignificantes cobran estatura en su memoria: los ladridos del perro del vecino, la música que antes no le gustaba, los ruidos característicos de su distante barrio. La verdad: todo se le hace necesario, importante, incluso imprescindible. O mejor, casi imprescindible.

Después de haber vivido como agente pienso que tal vez lo más importante para un hombre que accede a esta tarea, es la capacidad de desdoblarse y asumir otra personalidad. Es frecuente en este tipo de trabajo que un agente asuma otra identidad, se cubra con la piel de un ser imaginario.

No sin tristeza recuerdo de qué modo, sutil y gradual, fue deteriorándose mi imagen de revolucionario ante mis conocidos y amigos, provocando que la mayoría de éstos se fueran apartando de mí. Era necesario que así fuera. Dolorosamente necesario. De hecho, dejé de ser ante mis compañeros el intransigente líder sindical, el combativo presidente de su CDR, el soñador revolucionario latinoamericano. Y me transformé, lenta e inexorablemente, en un deformado y oportunista individuo. Claro que no asumí el cambio con facilidad.

Al principio no alcancé a prever que las cosas serían así, de manera tan extraña. No lo concebía. Pero, a la larga, tuve que esconder el amor a mis convicciones en el rincón más olvidado y anónimo de mi corazón. Y en un lento, amargo y costoso deterioro, mi vida dejó de ser mi propia vida y comenzó a crecer una leyenda, la del otro Percy, la vida del hombre que había cambiado, traicionando la causa de sus padres y amigos.

Lo más triste es que tuve la completa certeza de que jamás llegaría a conocerse la verdad de mi vida y que nunca cambiaría aquella mirada de sostenido reproche que nació en los ojos de mis padres desde que comencé a defraudarlos. Tal vez para mi madre nunca existiría ya otra oportunidad de mirarme de forma diferente, orgullosa de mí, alegrándole en algo la dulce mirada llena de profundo cansancio en sus últimos años de vida. Mamá, la pobre, murió el 1 de agosto de 1981 sin poder conocer la verdad. La acompañó, como único vínculo de su hijo con la Seguridad del Estado, una corona cuya esquela decía escuetamente: "Para Marta, de los compañeros de su hijo".

(...)

Lo triste es que nunca pude decirles a mis padres de frente: "¡Yo soy como ustedes! ¡Pienso y siento como ustedes!" Esas verdades tuve que demorarlas para el mañana de las confesiones; para el momento en que pudiera gritarlas, si es que ese momento llegaba alguna vez.

Para mí, en aquellos días, era vital el silencio discreto. Debía callar ante mis viejos. No porque no fuera hermoso lo que pudiera haberles dicho. Pero, aún faltaba mucho por hacer, y sólo las obras culminadas merecen comentario. Porque pueden tocarse o medirse.

(...)

Lo anterior fue apenas una parte de mi vida -tal vez la más sufrida-, pero sin duda esa experiencia me empujó a colaborar humildemente a construir y preservar este mundo nuevo logrado en Cuba. Con ese pasado a cuestas viví en La Habana, sin poder abandonarlo ni renunciar a lo vivido. Comprometido estaba a que me sirviera de sostén en dondequiera que yo fuera. Ese pasado se quedó muy dentro de mí, mezclado con mi inseparable nostalgia, sostenido por imborrables recuerdos habitándome cada sentimiento. Esa vida anterior fue mi bitácora acompañante desde el primer día en territorio cubano. Fue, a no dudarlo, el cimiento que debió sustentarme ante los bamboleos de la cotidianidad.

Cuando regresé, Frank permanecía en el mismo lugar. Al contemplarlo así, como si soñara con un mundo prometedor, supe que entre ambos existían muchas diferencias en cuanto apariencia física. Sin embargo, algo más poderoso nos unía. No importaba que él fuera un hombre joven y musculoso, curtido en la acción, mientras yo era pequeño y con una leve tendencia a la obesidad. Más allá de las apariencias físicas y la edad, algo nos igualaba.

- ¿Y tú, Frank, por qué te metiste en esto? -le pregunté.

-Por romanticismo revolucionario -respondió-. Te tengo que aclarar estos términos. Fui educado en una familia de revolucionarios. Recibí una educación vinculada a esas ideas y quise marchar a los lugares que me exigían mayores sacrificios. Creo que un hombre debe estar allí donde el sacrificio es mayor. ¿De qué sirve decir que uno es un comunista si lo hace desde la comodidad? A veces te envidio sinceramente. Es una lástima que yo no pueda ocupar tu lugar. Te lo digo con sana envidia: no es porque uno, simplemente, desea ser un héroe. Yo vivo con los pies en la tierra; con plena certeza y convicción. Sin embargo, me gusta soñar con entregas mayores a la causa. Por eso, aunque sé que mi labor es útil, siento envidia por ustedes los agentes, los que están más cerca de nuestros enemigos.

-Te entiendo, Frank -le dije-. Creo que ustedes asumen tareas importantes para la Revolución. Incluso, sin oficiales capaces no habrá nunca buenos agentes. Y siendo tan jóvenes, casi niños, ostentan una gran responsabilidad. Pero la certeza de que nuestra causa es invencible radica en eso: en contar con la juventud. Nuestros enemigos han envejecido en su intento de derrotarnos. Y hay algo evidente: la Seguridad cubana se ha nutrido de hombres jóvenes y éstos luchan con la misma fidelidad y eficacia que sus antecesores.

-Es cierto -afirmó.

-No puedes imaginarte cuál es la importancia de tu trabajo -continué-. Todo lo que yo hago, y lo que hacen otros agentes, depende de la dirección de ustedes. Mi trabajo tiene un halo de misterio y romanticismo; llega a ser, incluso, hermoso. Pero eso no implica que yo solo lo haga todo. La verdad es otra. Un agente representa los ojos y los oídos de sus oficiales; sin embargo, ¿de qué sirve esto sin una dirección, sin una orientación? ¿Te das cuenta? Ustedes, los oficiales, y nosotros, los agentes, hacemos un trabajo hermoso y útil a la vez.

-Tienes razón -concedió Frank-. Lo que ocurre es que, a veces, se piensa que la vida es muy corta. Tan breve, que uno no puede dar todo lo que quisiera...

-No te preocupes -lo interrumpí-. Vas a vivir mucho tiempo para servir a nuestra gente. Ya quisiera yo tener tu edad, tu fuerza y tu juventud. Si así fuera, dispusiese de tiempo para hacer las cosas mejor. A veces me siento cansado y creo que la causa son los años. Bueno, Frank, creo que ya hemos chachareado bastante. Lo mejor es irnos a acostar. Para mañana nos queda el resto de la "pincha".

Los dos nos retiramos a las habitaciones bien entrada la noche. Ninguno podía imaginar que realmente sería una de las pocas oportunidades que tendríamos para conversar sobre temas tan íntimos. No mucho después, en la flor de su vida, Frank murió en una acción. Nunca dudé que fuera un héroe. Pero un tipo especial de héroe. Tal vez de los más sobresalientes. Ésos que alcanzan, con sus actos cotidianos, la dimensión más alta de heroísmo. Fue de los que quedan sembrados, para siempre, en la memoria y el recuerdo de sus compañeros. No por extraordinarios; quizá, simplemente, por ser, de manera callada y sin pedir reconocimientos, los creadores de una hermosa obra. Toda su vida fue una estrella fugaz que pasó por nosotros, iluminándonos con su luz propia y peculiar.

No estoy plenamente convencido de aceptar este final como un epílogo.

Reconozco el fin de una labor desarrollada durante una trascendente etapa de mi vida. Pero, no es toda mi vida. Tampoco estas líneas se refieren al final de la misma. Mientras perduren en mí los recuerdos, la experiencia vivida no tendrá una conclusión definitiva. Por otro lado, mientras estén presentes las razones que provocaron mi incorporación a tan peculiar forma de lucha al servicio del pueblo cubano, no habrá descanso para mí.

Tampoco estoy seguro, es cierto, de la conclusión de los eventos a los que he hecho referencia en este testimonio. Muchas cosas han sucedido después de la narración de los mismos. Otros acontecimientos han tenido y tendrán lugar, vinculados a los personajes que participaron en ellos. La razón es simple: todos hemos sido parte de una faceta de la historia de nuestros tiempos, de una lucha permanente por vivir. Unos colocados en el lugar decoroso de los que defienden la vida. Otros, ubicados en el contexto indigno de los que tratan de destruirla.

No ha sido fácil para mí, no lo niego, asumir la inserción en esta nueva realidad en la que vivo actualmente. Me ha tocado guardar los hábitos de Fraile y convertirme en un hombre cotidiano.

Para no dejar de ser sincero, reconozco preferir aquella vida anónima en la que me acostumbré a caminar entre las sombras. A veces me aburre sentirme aparentemente inactivo y me invade una dolorosa intranquilidad. Son momentos de tristeza íntima que comparto solamente con algún amigo. Entonces salgo a caminar por las calles, sobre todo en la noche, y busco encontrarme con la gente sencilla del pueblo. Siempre me sorprende encontrar en ellos, a la larga, la admiración que muchas veces no encuentra plenitud en la palabra. Sólo así uno es capaz de soportar el cambio. Sólo así comprendo que el respeto de la gente puede compensar mi propia frustración por no sentirme tan útil como antes.

Mi batalla actual es adaptarme a las condiciones de la nueva realidad en que vivo. Sé, estoy seguro, que venceré nuevamente.

(...)

Los días siguientes han sido inenarrables. No he visto sentimiento más hermoso a no ser el agradecimiento y la admiración del pueblo. En cada calle, en cada esquina; en fin, en todos los lugares donde paso, lo encuentro. Hombres y mujeres sencillos me abrazaron. Vi en sus ojos la sana envidia. Confieso no haber sentido más reto para la modestia que en este tiempo.

He sabido aceptar ese reconocimiento no sólo para mí y, por tanto, lo comparto con mis oficiales. Ellos son los verdaderos merecedores de la gloria. Ellos, que todavía siguen luchando y resistiendo con valentía y desinterés, merecen el respeto ofrecido a mi persona. También lo acepto como tributo hacia mi pueblo, hacia su amor sincero por Cuba.

(...)

Días después, confieso, viví uno de los momentos más hermosos de la vida. El 26 de marzo de 1999 se celebró el 40 Aniversario de los Órganos de la Seguridad del Estado. Villa Marista se encontraba llena de alegría y optimismo.

El locutor leyó, con evidente emoción, la orden del Comandante en Jefe mediante la cual se condecoraba a cuatro agentes de la Seguridad con la Orden "Eliseo Reyes", de Primer Grado. Entre ellos, estaba yo. Se me colocó en mi pecho la honrosa distinción. Después, Raúl se acercó a mí y me abrazó. Una oleada de confundidas emociones me invadió el pecho y sólo atiné a murmurar:

- ¡Cumplí con mi deber!

No pude articular otras palabras. Quisiera haber podido aprovechar esta oportunidad, única en la vida, para decirle todo lo que sentía en el corazón. Decirle, por ejemplo, cuán orgulloso estaba de servir a Cuba y a mi pueblo, pero las palabras no salieron. Tal vez fue porque, al mirar a sus ojos, sentí sobre mí la mirada de mi padre. Tal vez fue sólo eso.

Al día siguiente, la mañana del 27 de marzo, visité la tumba de mis padres. En un gesto de sin par solidaridad, me acompañaron el Coronel, los agentes condecorados y otros compañeros de combate callado y anónimo. Uno a uno fueron depositando, sobre la tumba, las flores recibidas en la ceremonia del día anterior. Así me lo habían prometido.

Ahora sí podía decirle a mis viejos quién había sido yo en realidad; expresarles cuánto amé su causa. No importó la ausencia física de mis seres queridos en esos momentos. Aunque no pudieran abrazarme, nunca antes los percibí más cercanos a mí. Descubrí que ahora, inobjetablemente, podía mirarlos sin sentir vergüenza.

Después que mis compañeros se marcharon, deambulé por el cementerio. Caminé, en silencio, buscando las calles de La Habana. Sabía que en cada una de ellas estaba la vida, esperándome. La misma vida que yo había defendido durante tanto tiempo y que me recibía ahora con orgullo.

Percy Francisco Alvarado Godoy Fragmentos del libro "Confesiones de Fraile: una historia real de terrorismo", publicado por la Editorial Capitán San Luis, La Habana, 2002.