Las acciones violentas del proletariado adquirieron una doble perspectiva: por un lado recurrieron a los instrumentos clásicos que ya habían sido utilizados durante la Dictadura, como ocupaciones de fincas, destrucciones de maquinaria, incendios de cosechas o talas de árboles; y por otro introdujeron innovaciones, como la insurrección armada hasta entonces desconocida en tierras toledanas.
Las elecciones del 12 de abril de 1931 habían producido en muchos pueblos de la provincia un vuelco en el dominio de los resortes del poder municipal. De un día para otro, los que eran perseguidos por su condición de extremistas revolucionarios pasaban a hacerse cargo de las alcaldías.
Desde esas nuevas posiciones, y entusiasmados con las expectativas que ofrecía la nueva era republicana, las organizaciones de la izquierda adoptaron medidas tendentes a mejorar la situación económica de las masas campesinas.
Pero en ese camino de reformas habrían de enfrentarse con los poderes fácticos que todavía mantenían un peso considerable en el mundo rural. Era frecuente, por ejemplo, que los comandantes de puesto de la Guardia Civil se mostrasen reacios a reconocer la autoridad de los alcaldes socialistas, o prestos a discutir su gestión.
Casos similares ocurrieron con la aplicación de la legislación del Gobierno Provisional. Con todas sus limitaciones, estas medidas alteraban las relaciones de producción en el campo, por lo que fueron boicoteadas por los propietarios. Cuestiones como el respeto de las bases de trabajo o el sistema de contratación se convirtieron en principios básicos de la política municipal 16.
Mención aparte merece lo concerniente a la aplicación de la Ley de Términos.
Las fuentes documentales nos ofrecen repetidos ejemplos: obreros de un pueblo que expulsan a otros, que impiden contratar a parados de localidades vecinas o que se niegan a trabajar con los que no son sus convecinos.
Conflictos todos ellos difíciles de entender desde nuestra perspectiva actual y que sólo se justifican por el estado de miseria que sufría el proletariado. En consecuencia, frustrados por la ineficacia de los decretos sobre el campo y ansiosos por cambiar una situación que consideraban injusta, los partidos y organizaciones obreros recurrieron a métodos de lucha más inmediatos. Por toda la provincia se multiplicaron las ocupaciones de fincas, que alternaban con otras acciones menos controladas como la tala de árboles, la apropiación de cosechas o la caza furtiva.
Pero estas acciones obreras, lejos de ser eficaces, sólo sirvieron para aumentar la conciencia reivindicativa de las masas campesinas y, en otro sentido, fueron aprovechadas por los propietarios agrarios para consolidar su tesis de que Toledo estaba dominado por la anarquía. Lo cierto es que esta conflictividad venía a confirmar el fortalecimiento de la izquierda y la exaltación de la violencia como método de acción política.
En esa situación, sectores de la izquierda radicalizada (en Toledo esencialmente el PCE) dieron un paso más en el camino de la violencia, y optaron por la estrategia de la insurrección armada, si bien sólo de manera incipiente y limitada. Se trataba de un camino sin salida, puesto que era evidente la imposibilidad de llegar por estos métodos al triunfo definitivo del proletariado.
No obstante, las organizaciones obreras de varios pueblos adoptaron, de forma más o menos sistemática, técnicas y tácticas que iban más allá del clásico esquema de lucha. Así por ejemplo hubo casos en que los obreros se enfrentaron a la guardia civil, reaccionando de forma espontánea a situaciones que consideraban injustas.
Todos estos acontecimientos se contemplaban desde la derecha política, y sobre todo por los propietarios agrícolas, como una demostración del estado de anarquía en que vivía la provincia. Ya desde el inicio de la República, estos grupos habían desencadenado una estrategia de boicot que, según se incrementaba la corriente violenta, transformaron en un arma de autodefensa.
Perdido el control político, y ante la amenaza de perder también el poder económico, las clases dominantes ya no dudaron en actuar contra la República. El complejo conglomerado de la derecha toledana desencadenó una ofensiva obstruccionista que adoptó formas muy diversas. Entre otros recursos, disponía de herramientas tan poderosas como la capacidad de decidir quién trabajaba y quién no.
Por eso, impedir la contratación de obreros afiliados a los sindicatos de izquierda o pertenecientes a las Sociedades Obreras fue una constante en todo el campo toledano23. Cuando se publicaron los decretos de Largo Caballero, la relación de fuerzas en el campo se vio sustancialmente alterada a favor de los obreros. Entonces los empresarios respondieron incumpliendo reiteradamente esa legislación, en especial lo que se refería a las «bases de trabajo».
Fue esta cuestión, junto con el incumplimiento de la ley de Términos, el origen de una infinidad de huelgas, asambleas, encierros y otros incidentes en toda la provincia. Así consta en la documentación del Archivo Histórico Nacional de Madrid (AHN-M), donde se recogen las demandas de alcaldes, sindicatos y Sociedades Obreras.
El asunto debió ser de tal relieve que desde el Gobierno Civil se vieron forzados a imponer multas a algunos propietarios24. Pero el mejor utillaje con que contaba la derecha para su batalla contra la izquierda toledana era la Guardia Civil. Los propietarios y el instituto armado mantenían una relación de interdependencia desde su fundación.
Con frecuencia los terratenientes costeaban los gastos de instalación y mantenimiento de cuarteles en sus tierras y la Benemérita les correspondía defendiendo sus intereses. Desde las páginas de El Castellano, principal órgano de prensa de la derecha provincial, les organizaban homenajes, recolectaban fondos para huérfanos o heridos, ensalzaba su papel como garantes del orden establecido y, en definitiva, obtenían el apoyo de una institución que debería haber permanecido neutral. También era habitual que los prohombres de la derecha provincial y nacional mantuvieran una política de constante adulación hacia el instituto armado.
Así, los diputados por Toledo Dimas Madariaga y Ramón Molina se turnaban en la publicación de artículos laudatorios hacia la institución, y recurriendo a cualquier excusa coyuntural, José María Gil Robles, su líder político, hacía uso de su mejor retórica para encomiarlo: La Guardia Civil es la institución que se ha salvado donde tantas cosas se derrumbaron gangrenadas o corrompidas...A ellos les está encomendado también el papel más difícil y más crítico en la hora turbulenta de los pueblos, cuando las masas se encrespan agitadas por el soplo violento de la pasión; cuando ruge el motín o estalla el tumulto, cuando los hombres extraviados sienten la ola roja pasando sobre sus ojos...Basta ver quiénes son los que coinciden en pedir su supresión.
Ellos saben que la Guardia Civil es uno de los pilares donde se asienta la sociedad, porque frente al avance de la anarquía, la Guardia Civil repite, como consigna, el grito de las resistencias heroicas: «¡No pasarán!»... Y en este forcejeo entre los que resisten y los que atacan cuantos queremos que España sobreviva debemos situarnos al lado de la Guardia Civil para repetir con ella: «¡No pasarán!.
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