Por lo que se refiere concretamente a la separación de poderes, en España partimos de un modelo autocalificado de separación “flexible”, de tal forma que se permiten ciertas interrelaciones entre poderes. Así, el Presidente del Gobierno puede disolver el Parlamento y es el Congreso de los Diputados quien le elige y le cesa, una prueba palpable que el Legislativo y el Ejecutivo, si bien tienen su origen en dos poderes separados y autónomos, se influyen y condicionan mutuamente. En otros Estados, sin embargo, la separación de poderes es más rígida y tales influencias de entre el Legislativo y el Ejecutivo no están previstas ni se autorizan.
No obstante, aun partiendo de ese modelo de separación de poderes denominado flexible, y aunque se admitan con mayor o menor grado de crítica esas vías de mutuo condicionamiento entre Gobierno y Parlamento, la visión cambia cuando semejantes interrelaciones se establecen con el Poder Judicial. A fin de cuentas, Legislativo y Ejecutivo se hallan condicionados por la legitimidad política, por las mayorías ideológicas existentes y por los juegos aritméticos en función de la mayor representatividad de los diferentes partidos políticos o coaliciones. Sin embargo, esa vertiente política debe ser ajena al Poder Judicial y, con el fin de incluir expresamente al Tribunal Constitucional, a cualquier órgano que realice una labor de control jurisdiccional sobre la labor del resto de Poderes Públicos.
Por tanto, asistimos a una degradación muy preocupante de nuestra separación de poderes. Los límites de lo tolerable, que hasta ahora hemos aceptado por esa “separación flexible”, se han traspasado, y asistimos con excesiva pasividad y hasta complacencia a una auténtica confusión de poderes. El origen de este escenario debe situarse en la cada vez más elevada concentración de poder en los partidos políticos, que termina por establecer “de facto” un único centro decisor, convirtiendo al resto de órganos en meros ejecutores de los deseos y determinaciones de los aparatos partidistas.
Y no me refiero sólo a la denominada “disciplina de partido”, que impone en su voto a diputados y senadores el acatamiento ciego a las órdenes del portavoz del grupo político correspondiente. Esta actitud, expresamente prohibida en nuestra Constitución, se ha asentado y aceptado, desplazando al Parlamento del centro de gravedad del sistema a ser mera comparsa de lo convenido en las sedes de los partidos. De hecho, ya antes habíamos asistido a ejemplos similares, como cuando desde Moncloa se anunció quién iba a ser el próximo Presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo (pese a que su elección recae en dicho Consejo). El grado de naturalidad con el que aceptamos este tipo de situaciones es de tal magnitud que ni siquiera se disimula quién toma las decisiones y quiénes las obedecen.
Por lo tanto, nos hallamos ante una encrucijada: o cambiamos nuestro modelo y nos sumergimos de lleno en la confusión de poderes, o luchamos por la separación de estos. No cabe término medio. La politización de órganos como el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial resulta de todo punto innegable. Para formar parte del primero se nombra a ex ministros de gobiernos y a simpatizantes de los partidos. Y para integrar el segundo, la elección se entiende como una designación de cuotas de los partidos políticos en función de la mayor o menor representatividad parlamentaria. Así pues, o revertimos esta tendencia o mejor será llamar a las cosas por su nombre y desterrar el concepto de “separación de poderes” de nuestro vocabulario y de los manuales de Derecho.
Un grupo de profesores y académicos en colaboración con la Fundación “Hay Derecho”, ha trabajado en un manifiesto que recoge unas “Buenas prácticas para los nombramientos políticos de los órganos constitucionales de garantía”. Dicho documento puede leerse y descargarse desde el siguiente enlace:
En el citado texto se puede leer: «Como advirtió tempranamente el Tribunal Constitucional, se ha consumado el “riesgo de que las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olviden el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan solo a la división de fuerzas existentes en su propio seno y distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos del poder” (STC 108/1986, de 29 de julio, FJ. 13)»
De forma más reciente, se ha afirmado la inconstitucionalidad de este sistema de reparto por cuotas ciegas, como ha afirmado el profesor Manuel Aragón Reyes, catedrático de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional. Conviene que, aunque tengamos nuestra ideología y nuestra preferencia por determinados partidos, dejemos a un lado el seguimiento ciego a lo que dice el líder de turno y nos paremos a pensar si realmente es este sistema de confusión de poderes el que queremos. Si la respuesta es no, debemos hacer algo al respecto, porque de lo contario un día nos despertaremos y determinados órganos que deberían estar alejados de las pugnas políticas ejercerán como una tercera cámara más que, junto al Congreso y Senado, decidirá en base a premisas ideológicas o, peor aún, partidistas.