Hoy y ahora, Budapest discute con Praga acerca de cuál de ellas es "la París de Centroeuropa", mientras sus fachadas y avenidas son puestas a punto por potencias turísticas extranjeras y manadas de visitantes que -como alguna vez lo hicieron los godos, los longobardos, los ávaros, los tártaros, los magiares, los hunos, los otros- llegan a sus orillas con ganas de quedarse para siempre, de ya no irse nunca, de compartir con sus seres queridos lo que significa viajar a Budapest.
Este paisaje mimético por naturaleza del Budapest de siempre ha cobrado renovada potencia en estos días. Visitar Budapest ahora es casi sentirse parte de un radical experimento urbano en el que la ciudad parece espécimen feliz y dispuesto a casi lo que sea con tal de que algo ocurra después de tanto tiempo. La inequívoca sensación de bestia que se despereza tras muchos años de estar dormida y a la que todavía se le pueden leer los girones de un sueño largo y pesado en los ojos recién abiertos.
No es fácil descubrirlo si se pasea por las panorámicas orillas del río -el más justificadamente clásico de los paseos- y se mira para un lado, se cruza el puente de las Cadenas, se mira para el otro. Así, Buda ofrece la parte palaciega y real, la iglesia de Matías, los museos, la Biblioteca Nacional, los pequeños y exclusivos restaurantes como el Fortuna Étterem, los edificios medievales (en un momento de locura frankenstiana, alguien le ha adosado un injerto Hilton Hotel de 1976 a lo que supo ser un convento jesuita del siglo XVII) ordenados con elegancia a 60 metros sobre el Danubio, en el monte Gellért, que se escala sin esfuerzo gracias al Budavári Sikló Menetjegy, un antiguo tren-funicular.
Del otro lado, en Pest, el perfil de la ciudad está marcado por las ominosas y grises moles parlamentarias (que ocuparon el sitio de las viviendas rurales arrasadas por la gran crecida de 1873 y donde Madonna terminó de filmar su Evita después de que el rodaje se complicara en Buenos Aires), la basílica de San Esteban (donde se conserva la sacra mano de san Ildefonso, a la que sacan a pasear en procesión cada 20 de agosto), las tiendas de antigüedades y de libros de colección, el barrio judío con la más grande sinagoga de toda Europa, los tranvías amarillos, los perfectos cafés de la avenida Andrássy, la plaza Roosvelt, el distrito comercial en la calle Váci, los burgueses y ornados edificios de departamentos del centro en los que vivían los comerciantes y hombres de la industria del siglo XIX (que Magris define como "una arquitectura del esplendor y del ocultamiento" y le recuerdan una especie de "futuro poshistórico y sin estilo como el del filme Blade Runner") y, al fondo, los alrededores del Városiglet o "parque de la ciudad". Lo dicho: dos perfectas postales a medida.