Werner Herzog escribió un diario durante la pesadilla que supuso la preproducción y el rodaje de una de sus obras magnas, Fitzcarraldo. Ese diario es el que ahora publica Blackie Books (en una edición muy elegante y de pastas duras), y me lo he merendado en un par de días pese a sus 322 páginas. Herzog menciona poco el rodaje en sí: lo que le preocupa es el ambiente, el misterio de la selva, los crepúsculos y los amaneceres cuajados de lluvia y de niebla, lo que ocurre alrededor. Él se limita a observar y a anotar lo que ve, y pocas veces juzga. Sus anotaciones contienen la precisión del entomólogo fascinado por el entorno. Durante el rodaje demostró estar tan loco como el personaje de Fitz: quería subir un inmenso barco por una montaña que dividía los ríos Camisea y Urubamba. Herzog y Kinski fueron una pareja de locos de atar.
El diario contiene múltiples anécdotas en cada párrafo. Están los indígenas peruanos, algunos de los cuales quieren matarle al principio; están los caciques locales que, más adelante, se ofrecerán para asesinar al actor, Klaus Kinski; están las tarántulas que atemorizan al director, que sufre de aracnofobia; están las tormentas tropicales, que arrasan con los campamentos y joden la producción; están los peligros propios de la selva (tribus que les disparan sus flechas, avionetas que se estrellan, trabajadores que se amotinan, barcos que encallan, fiebres y enfermedades, serpientes que se cuelan en las casas… otro día colgaré el fragmento en que un hombre se corta el pie, él mismo, tras ser mordido por una víbora cuyo veneno tarda un minuto en paralizar el corazón).
Herzog comenzó el rodaje con Jason Robards y Mick Jagger. Robards enfermó unos meses después y decidió cancelar su participación en la película. Contrataron a Kinski, pero esa eventualidad hizo que volvieran al punto de partida: a Jagger le coincidía la fecha con su gira con los Stones y también tuvo que dejarlo y Herzog, que le había cogido cariño al cantante, decidió suprimir su papel para que no tuviera sustituto. Todo eso no es nada si lo comparamos con los meses que tardaron en pasar el barco por encima de la montaña, con un sistema de cuerdas y poleas y demás, y devolverlo al agua.
Werner Herzog nos ofrece literatura en este libro maravilloso. Ha convertido sus penalidades en poesía. Es, además, una lectura ideal para quienes, llevados por un sueño, no cejan nunca en su empeño. Es un ejemplo para todo artista: lo último es la rendición. Herzog conquistó lo inútil, pero lo inútil (ese barco tirado por indígenas) dio como resultado una película inolvidable (Fitzcarraldo), un documental de Les Blank (Burden of Dreams) y un diario escrito en el corazón de las tinieblas (Conquista de lo inútil). Un trozo:
Luego he ido a Belén a tomar una copa en uno de los bares. Jugadores de naipes, tan borrachos que jugaban a cámara lenta. Para orinar no abandonaban sus asientos, sólo giraban en su sitio y meaban contra los tabiques de madera del tugurio. Donde estábamos nosotros, un sitio tan pequeño como un puesto de periódicos, la mujer y el hijo del encargado yacían en el suelo, sin colchón, manta o almohada. Un chino viejo, arruinado por la bebida, nos ha mostrado unas úlceras que tenía en el antebrazo y ha insistido varias veces, quería que lo viéramos bien.
[Traducción de Juan Carlos Silvi]