Consciencia o Colapso

Por Av3ntura

Vivimos tiempos extraños que, a veces, nos abocan al desconcierto. El mundo para el que nos educaron parece tener los días contados y todo nos induce a pensar que las cosas que aprendimos durante el largo camino que nos ha traído hasta el presente ya no nos sirven para lidiar con las situaciones a las que nos enfrentamos diariamente. Todo aquello a lo que dimos especial importancia ahora parece carecer de ella y nosotros mismos tememos haber quedado obsoletos en una realidad en la que imperan las pantallas y los objetos originales han sido depuestos por sus copias.

Esta reflexión que me hago y con la que algunos estarán de acuerdo y otros no dudarán en tildar de catastrofista no sólo nos podría servir para quejarnos de nuestra época, sino que casi podría encajar en cualquier otro período histórico. Porque, de una generación a otra, por pocos avances que haya experimentado la humanidad, siempre han habido diferencias de criterio y siempre se ha temido el fin del mundo. Los humanos tenemos la manía de pensar que todo está a punto de acabarse cuando sentimos que dejamos de tener control sobre lo que acontece a nuestro alrededor. Ese miedo ha sido una constante en todas las épocas pretéritas, lo sigue siendo en la presente y es muy posible que se perpetúe en las futuras.

La vida es cambio, pero los cambios nos asustan demasiado y, en lugar de tratar de adaptarnos y crecer con ellos, lo que hacemos es demonizarlos para tratar de impedir que prosperen y se acaben asentando en nuestras rutinas.

Imagen encontrada en Pixabay.


Si la irrupción de internet cambió por completo nuestra forma de documentarnos y simplificó muchos de nuestros trámites y gestiones, el desarrollo que han experimentado en la última década la telefonía móvil y sus infinitas aplicaciones nos han acabado revolucionando la vida, hasta el punto de que ya no nos imaginamos sin esos recursos. Salir de casa sin el móvil es peor que salir desnudo, porque todo lo tenemos en ese dispositivo. Viajar o pasear y no acabar haciendo fotos de todo lo que nos llama la atención es casi una anomalía. Resistirnos a entrar un montón de veces al día en nuestros perfiles de redes sociales para "estar al día" de lo que se cuece en el mundo virtual de nuestros conocidos nos cuesta un mundo hasta tal punto que, cuando alguien nos asegura que no tiene móvil, pensamos que estamos ante un extraterrestre.

¿Se puede vivir sin móvil?

¿Podemos afrontar un día normal sin poder enviar o recibir mensajes de whatsapp?

Aunque nos sorprenda, hay muchas personas que se niegan a vivir pegadas a un dispositivo electrónico, porque no quieren correr el riesgo de que este les acabe gobernando la vida. Una de esas personas es el filósofo Jordi Pigem, a quien conocí hace unos días en la presentación de su libro Consciència o Col.lapse.


Podemos estar más o menos de acuerdo con sus argumentos, pero lo que resulta indiscutible es la claridad con la que los expone y las fuentes bibliográficas a las que recurre para cimentarlos. Oyéndole durante la presentación y leyéndole después tuve la sensación de no estar descubriendo nada nuevo, pues comparto su mismo ángulo de visión en muchas de las cuestiones tratadas.

En la era de la posverdad, cada vez nos cuesta más trabajo discernir lo que es real de lo que no lo es. Esquivar las garras afiladas de las máquinas de propaganda se convierte en un ejercicio de verdadero riesgo porque los que se dedican a manipularnos de forma subliminal saben hacer muy bien su trabajo y son expertos en tocar las teclas necesarias para hacernos sucumbir a cada uno de nosotros en nuestras debilidades más escondidas. Nuestros particulares talones de Aquiles quedan al descubierto y nos hacen comprar aquello que, en el fondo, sabemos que no necesitamos, al tiempo que nos obligan a creer aquellos argumentos que, en el fondo, sabemos que no nos conviene creer, porque son falsos, porque están descontextualizados, porque sólo responden a los intereses de aquellos a quienes les importamos bien poca cosa. Para que las nuevas tecnologías avancen y las empresas que hay detrás se aseguren el negocio necesitan de nosotros para que la rueda no se pare ni de día ni de noche. Y sucumbimos ante su imperiosa oferta sin darnos cuenta de que nos están convirtiendo en burdas copias de nosotros mismos.

Sorprende una anécdota que relata Pigem en su libro en la que cuenta que, a diferencia de cuando no había móviles, ahora las personas que visitan El Louvre ya no buscan su cuadro más famoso, el de la Gioconda de Da Vinci, para admirarlo con atención, sino para hacerse una foto junto a él. Una foto que pruebe que estuvieron allí. Pero el cuadro, el verdadero motivo de su supuesto interés, pasa a un segundo plano. Lo mismo pasa con infinidad de cosas que hemos dejado de valorar para conformarnos con su copia.

En Consciencia o colapso Pigem defiende que, en el mundo de la posverdad, se pretende sustituir lo que es humano, vivo y espontáneo por lo que es programable, mecánico y controlable. Pretenden reducirlo todo a lo que se pueda traducir en algoritmos. Estos algoritmos son los que están detrás de la IA (inteligencia artificial), a la que él prefiere denominar "Invasión algorítmica", porque es lo que realmente parece. Por mucho que avancen estas tecnologías, nunca podremos considerarlas inteligentes, pues en ellas no se genera nada de forma genuina, sólo se procesan datos que previamente han ideado infinidad de mentes humanas. Es cierto que pueden llegar a controlarnos a través de su amplia variedad de dispositivos; de hecho, ya lo están haciendo. A través de nuestros móviles lo saben casi todo de nosotros, pues estos se han convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo y nos siguen a todas partes registrando todo cuanto hacemos. Y lo mismo ocurre con otros aparatos como la televisión, los ordenadores, dispositivos como Alexa o cualquier otra cosa, por simple que sea, que tenga conexión a internet. Nunca habíamos estado tan controlados como ahora y, paradójicamente, quizá nunca nos habíamos creído más libres.

Un exceso de información puede provocar que sintamos justamente el efecto contrario, es decir, que estemos totalmente desinformados. Porque nos resulta imposible abarcarla toda y no contamos con el tiempo suficiente para cuestionárnosla. Todo sucede a una velocidad vertiginosa y, si nos paramos a diferenciar lo que puede ser cierto de lo que no, acabamos llegando tarde a todo. Nos exigen ser más ágiles en nuestras respuestas y eso implica tener que fiarnos de fuentes que no siempre resultarán fiables. Quizá por eso nunca se había mentido tanto como ahora. Mienten los gobiernos, mienten los medios de comunicación, mienten los que aseguran que nunca mienten y mentimos nosotros pensando que estamos diciendo la verdad. Nunca antes la verdad había resultado tan relativa y tener tantas versiones como personas dicen sustentarla.

Dice también Pigem que estamos gobernados por psicópatas, aunque eso no es algo que esté pasando solo ahora. Ha pasado siempre, en todas las épocas y en todos los confines de la Tierra. Así, los Putin, Netanyahu, Maduro o Trump de nuestros días, bien podrían ser los herederos de Nerón, Luis XIV, Napoleón, Stalin, Hitler, Mussolini o Franco. El poder siempre ha atraído a las mentes más perversas y las ha dotado de la sangre fría para engañar, expoliar y desangrar a sus pueblos.

Pero, al margen de presentarnos lo peor del panorama que se abre ante nosotros, también nos muestra todos los recursos de los que aún disponemos para intentar impedir el colapso. Así, nos recuerda la importancia que cobra en nuestra vida la atención plena. El aprender a estar aquí y ahora, disfrutando de cada momento, por insignificante que nos pueda parecer. Darnos cuenta de que estamos vivos porque estamos presentes en lo que nos está pasando. No conformarnos con una foto de la puesta de sol, sino fundirnos con ella de forma plena, sin pantallas de por medio. Fluir con la vida, al darnos permiso para ser como somos de verdad, para cometer errores y aprender de ellos, para arriesgarnos a sufrir, porque el sufrimiento también es parte de lo que significa estar vivos. Esa misma atención es la que, al final, nos revela el mundo tal como es y nunca antes hemos sido capaces de verlo. Sólo nos puede llamar la atención lo que conocemos, lo que nos suena de algo. Si no, nos pasa inadvertido aunque nos pasemos treinta años pasando cada día por delante, sin detectarlo. De ahí la importancia de aprender a mirar con vocación de ver.

Desde la psicología siempre nos han presentado el cerebro dividido en dos hemisferios. El izquierdo alberga la razón, el cálculo, los árboles, mientras que el derecho en el derecho florecen las emociones, la creatividad, el bosque en su conjunto. Pigem aboga por entrenar esa mente holística que puede ayudarnos a recuperar la consciencia y a sentirnos más humanos, en detrimento de una mente algorítmica que lleva gobernándonos demasiado tiempo y que puede despeñarnos hacia el abismo.

El colapso no es sólo un riesgo para nuestra mente; también lo es para el planeta. Empezamos a ser demasiados y estamos descontrolados. No nos conviene el riesgo de depositar nuestra confianza al primer iluminado que se alza con el poder y nos promete lunas que sabe de antemano que nunca podrá alcanzar. Más que nunca, hemos de intentar estar despiertos y aprender a desconectar de todo lo que adultera nuestro día a día siempre que nos sea posible. Aprovechar cada momento como si fuese el último y volver a ser capaces de encontrar aquellas pequeñas cosas que le pueden devolver el sentido a nuestras vidas.

El planeta, como nosotros, también tiene esa capacidad de resiliencia. Por muy contaminada que esté la naturaleza, cuando le damos un respiro, es capaz de regenerarse y de maravillarnos con su majestuosidad. Pudimos ser testigos de ello durante aquellos días de confinamiento por la pandemia del coronavirus. La hierba se abrió paso entre las aceras y el asfalto, volvieron los pájaros y los insectos e incluso el aire estuvo mucho más limpio.

Un mundo mucho mejor aún es posible, aunque se augure lleno de robots y pantallas que lo controlen todo. Detrás de esos algoritmos ha de prevalecer una consciencia que impida que se descontrole todo. Y esa consciencia tiene que ser el producto de todas las consciencias humanas.


Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749