Consejos de Napoléon: Los oscuros laberintos de Cheever

Publicado el 27 mayo 2015 por Revista Pluma Roja @R_PlumaRoja

Siento nostalgia, una nostalgia pesada y dolorosa. En la pasada clase de literatura, al final, el profesor dijo: «Cerramos, entonces, con Cheever y nos comenzamos a despedir de sus cuentos». Inmediatamente sentí nostalgia, una punzada horrible me atravesó el corazón y en ese momento lo supe: no quería despedirme de Cheever, no sabía cómo hacerlo. La miseria recalcitrante de los cuentos de Cheever, la imposibilidad de la felicidad, la constante sensación de vacío, desencanto y añoranzas del pasado me atraparon. Durante semanas leyendo a Cheever sentí que me hundía con él, que me faltaba lo mismo que a sus personajes, que quería huir y refugiarme en todos sus cuentos para al fin adentrarme en un mundo de perdedores, y así dejar de competir en esta realidad absurda donde todos tenemos que fingir absoluta felicidad, donde no se puede ser simplemente miserable. Pero donde todos, después de las caretas, lo son.

En honor a la economía del lenguaje (término que detesto, pero sé que no podemos darnos el lujo de leer cosas tan extensas en días de total ajetreo), me enfocaré en el cuento El nadador de Cheever, publicado en The New Yorker el 18 de julio de 1964. Pero vamos primero a Cheever: autor estadounidense de novelas y cuentos que llama la atención porque se le conocía como “El Chejov de los suburbios”. Claro, suburbio en el sentido gringo y no español de la palabra. Suburbio como esos típicos barrios de clase media alta con piscinas, patios acogedores y amplias veredas donde perros de “marca” y niños lindos juegan felices. Esos barrios tan típicos que se nos presentan a menudo en el cine estadounidense. Menciono esto porque los cuentos de Cheever son un retrato de la vida en este tipo de barrios, un retrato muy personal, por cierto, que no pretende en ningún caso ser una radiografía exacta de los mismos.

En fin, aboquémonos ahora a El nadador. Este cuento sucede en un suburbio y tiene como protagonista a Ned Merril, un hombre que habiendo y superado los 50 años, perdido todo y caído en un precipicio, decide comenzar un viaje de regreso a casa. Hasta ahí nada extraordinario, pero el asunto se pone más complejo cuando descubrimos que Neddy, como lo llamaban sus amigos, decide comenzar este viaje de regreso nadando por las piscinas de todos sus vecinos. Por fantasiosa que puede resultar ese hazaña a simple vista, durante todo el cuento se vuelve bastante creíble, no ya por la aventura de saltar a las casas de los vecinos y nadar en sus piscinas, sino por el hecho de que a medida que se desarrolla la historia quedan al descubierto los dolores de un hombre que está a punto de derrumbarse.

La belleza de este cuento y su maestría residen en ese afán de recuperar lo perdido, de sentirse ínfimo, decadente, con el alma desinflada después de haber recorrido tanto. He ahí la necesidad de retornar: recuperar la paz del hogar. Queda de manifiesto esa necesidad tan humana de despojarse para iluminarse, de regresar para recuperar, de enloquecer para encontrar la cordura. Cheever en El nadador retrata la vida en lo absurdo de los barrios en que no se sufren apremios económicos, pero tampoco se está exento de los avatares de la vida. Nos retrata el infierno de la banalidad de la burguesía (del que él mismo era parte). Pero no por esto, El nadador, se torna en una obra de denuncia. Muy por el contrario, la única intención de Cheever era la de mostrar las miserias de la vida. Está claro que lo hizo a través de la burguesía, pero no con el afán de burlarse de esa clase, sino con fin de retratar su sentir desde el escenario que él conocía mejor: los suburbios. De esta manera, al terminar de leer El nadador uno queda con una sensación de deshabituación, de desencanto, de profundo dolor; pero este enjambre de malas sensaciones no se presentan compasión a la absurda vida de la burguesía, sino porque justamente esa situación no es privativa de una clase social. Todos somos susceptibles de tocar fondo, de perder el foco, de encandilarnos en medio del camino y comenzar a caer sin esperanza. Todos podemos en algún momento de nuestras vidas realizar un viaje que nos redima de la vida, que nos cambie el curso, que nos permita despojarnos para iluminarnos.

Los cuentos de Cheever no son esperanzadores. No son en ningún caso la literatura para divertirse, porque después de Cheever no hay escapatoria: uno inevitablemente comienza a evaluarse, a sentirse desgraciado. Y vaya cómo cuesta sentirse desgraciado. No obstante, después de toda esta cháchara desalentadora, debo asegurarles que Cheever no los va a hundir en una depresión, quizás los lleve al infierno para luego regresarlos de un tirón, simplemente porque revisarse es bueno para el alma. Una terapia recomendable para todos puede ser un verano con Cheever, o un invierno o simplemente unos minutos con Cheever en el wáter, pues sin duda alguna después de este autor no se regresa igual. Se regresa desnudo, débil y se torna imperativo comenzar a reconstruirse para sanar.