Consuelo

Publicado el 19 marzo 2010 por Angel Esteban

  Por Francisco Orta

Eran sólo dos, como cráteres lunares rodeados de manchas grises, un par de marcas sobre su terso rostro, imposibles de pasar desapercibidos; atrayendo miradas indiscretas de inoportunos fisgones capaces de humillarle el ser una vez más sin clemencia alguna.  Consuelo ya no lloraba porque el dolor que le causaron las marcas le había ahogado el llanto en las tierras del olvido; en esas mismas tierras donde quería también enterrar el día en que estando sobre la ladera, en las cercanías del río, las filosas rocas le habían besado apasionadamente el rostro.

   Ya no se oían los ¡qué hermoso el rostro de Consuelo! y ¡qué bellos sus rizos grises acariciando su blanca tez!  Apenas quedaba su mirada pura, sí muy pura pero con harto resentimiento. Unos dicen que tenía rizos grises por un gran lunar que marcó sus sienes para luego extenderse con el tiempo. Pero pocos recuerdan que cada cabello blanco y bucle gris le brotaron con cada mirada de lástima, cada palabra de burla, cada risa sarcástica.

   Era la víspera de cumplir un año más, como ya lo había hecho ese treinta y uno de octubre once veces ya. Su día especial, el de los finados, pues era el único día en el cual, aunque disfrazada y sin antifaz, las miradas impertinentes no se fijaban únicamente en un extremo de su rostro. Las diez de la noche marcaban el nuevo aniversario, hora de vendetta, momento de demostrarles a los guasones de burlesco vivir la tiranía de sus propias y desdichadas miserias. Se puso el disfraz elaborado pacientemente por ella misma, una espeluznante pieza a cuerpo entero muy poco común para la jornada.

   Caminó con su rostro desnudo hasta la catedral del pueblo. Aun en misa a puertas cerradas, los bufones rezaban por los fallecidos con solemnes caras que adornaban los monótonos ritos.  Consuelo subió lentamente las escaleras portando el pesado disfraz, agarró las aldabas del portón y golpeó cinco veces con toda la fuerza que su furia súbita le imbuía. Al no abrirle nadie, empujó los sólidos portones, y al crujir de la madera envejecida, se abrieron de par en par mientras todas las miradas se posaron en su frágil figura.

   La voz de la hermosa niña apagó los murmullos de las gentes con una frase: “miren mi hermoso rostro” – gritó al abrir los portones, a lo cual le siguió un estallido de carcajadas y de frases de sarcasmo por parte de los presentes. Pero Consuelo con inmutable expresión de seriedad, dijo una segunda frase que nunca llegó a ser escuchada sino por ella misma, en los mas interno de su ser y que le resultó suficiente.  

   Consuelo apartó el manto de terciopelo color oliva que cubría el contenido del disfraz, un ensamble de espejillos fijados al manto y enmarcados en su interior siendo sostenidos a su espalda con tirantes, y extendió los brazos dejando ver los espejillos. Los guasones retrocedieron espantados, al ver sus viles carcajadas  y polutas miradas reflejadas en cada espejillo impregnándolos de desprecio propio. Al reaccionar, se agolparon como horda en estampida  al fondo del templo, torpemente  abatiendo  la pesada cruz de metal sobre los vitrales de la pared.  Roto en mil pedazos, la lluvia de astillas se convirtió en dagas penetrantes dibujándoles caminos vergonzosos sobre el rostro. Como cada carcajada, cada mirada, cada sarcasmo.   

   Ahora la niña ríe, ríe a carcajadas y espera una nevada de cenizas en cada hebra del cabello que le devuelva la sonrisa y el consuelo.

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