«¿Lo llevas todo? No te dejes nada. ¿Has cogido la mochila?» Escribir un diario de viaje es un compromiso que se adquiere, sobre todo con uno mismo, antes de empezar y que no es fácil de cumplir. Madrugas, pateas, miras, observas, escuchas, disfrutas y te agotas y cuando llegas al hotel lo único que quieres es dormir pero ¡ey! decidiste antes de salir de Madrid escribir un diario y hay que cumplirlo. No pasaría nada si lo dejaras, nadie lo echaría de menos pero te lo propusiste y tienes una estúpida voz interior que te dice ¿en serio lo vas a dejar? Y no lo dejas pero decides que vas a aprovechar los ratos muertos del día para escribir: esperas en restaurantes, descansos en parques, viajes en metro y así poder derrumbarte a dormir nada más llegar al hotel como hacen tus compañeros de viaje. Un viaje de Brooklyn a la calle 57 parece un momento ideal para escribir: traqueteo, nada que ver en los túneles, sacas el cuaderno y te pones a escribir. ¡Ya llegamos! Guardas todo y te bajas visualizando la cena y la cama. Son casi las diez de la noche. Cuando vas por el andén te das cuenta de que vas ligera, demasiado ligera, te falta algo. Como en las pelis, te palpas el cuerpo y respiras. El bolso de los pasaportes y la pasta y el móvil está contigo. Das dos pasos. ¡La mochila! En un segundo vuelves corriendo al tren, la puerta se cierra en tus narices y empiezas a golpear la ventanilla como una loca, My backpack! My backpack! Los pasajeros te miran aterrorizados y el tren sale zumbando. «He perdido la mochila». Y te echas a llorar. «No pasa nada, no había nada importante. Un momento ¿llevabas tú el wifi? Mierda» Subes por las escaleras pensando que has arruinado el viaje nada más empezar, vas con poca fe a hablar con el taquillero que parece tener el mismo interés en tu problema que en el crecimiento de los cactus en el desierto de Mojave pero que te dice que vale, que va a llamar a la policía y que si puedes esperar. Claro que puedes.
«Will marry for food» Este cártel lo llevaba un mendigo que dormía delante de la estación central. Le hiciste una foto porque te pareció elegante. Has visto muchos carteles así en Manhattan: «My Storie is not sadder than others but I need help» o «Does life have a purpose?» «Does health correlate with hapiness?» y no les has dado ni una moneda porque vas como la familia real, sin efectivo por el mundo. Las propinas las daba Juan y en los restaurantes hacías malabarismos para cargarlas en la tarjeta.
Casi os perdéis el Apartamento Campbell pero te empeñaste en ir porque pulsaste el botón verde de tu audioguia en la Estación Central y te enteraste de que existía. Es un sitio alucinante. Cuando se construyó la estación, pagada por los Vanderbilt, estos construyeron para un financiero amigos suyo, John Campbell, un apartamento en la misma estación, un apartamento a pie de calle. Campbell se montó una oficina con todos los lujos: paredes de caoba, una alfombra que costó 300.000 $ de la época, una chimenea gigantesca, lamparas increíbles y una barra de bar donde montaba fiestas casi cada noche. Más tarde el apartamento cayó en desuso, se montaron unas oficinas, una carcel, se abandonó hasta que hace unos años se reconstruyo y ahora se puede entrar aunque no tomes nada. Entráis y dan ganas de llevar esmoquin o un corte de pelo a lo garçon o fumar un puraco. Les explicas a tus hijas que los Vanderbilt eran ricos más allá de cualquier cosa que puedas imaginarte ahora mismo y que en Estados Unidos las estaciones, las bibliotecas, los museos los pagan los ricos, no el estado. Proporcionarles este conocimiento calma un poco la culpabilidad porque no supieran lo que era un portaaviones. Les vuelves a explicar lo mismo, la riqueza sin límites cuando visitáis el Rockfeller Center y hacéis que se fijen en todos los detalles: suelos, respiraderos, tipografías, relieves, dorados, puertas. «La riqueza obscena está en el detalle nimio».
Brooklyn y el Flatiron. Cumples sus dos sueños. María está eufórica cuando llegais frente al Flatiron, lo fotografía desde todos los puntos de vista. Sonríe, con esa sonrisa que le ilumina la cara y que ahora tienes que mirar con disimulo porque si te ve mirándola frunce el ceño: «¿Qué pasa?» Cruzando el puente de Brooklyn te apostarías un dedo de cada mano a que son las más felices, las más contentas. Os lleva casi una hora cruzarlo porque paran cada pocos metros a hacer fotos y a mirar hacia Manhattan, hacia Brooklyn, a los coches, al río, a los barcos, a mí. Al otro lado os espera una playita de rocas con un niño pequeño descontrolado tirando piedras sin control. Veis el anochecer y te sientes como en una peli de Woody Allen (apuntas Misterioso Asesinato en Manhattan en la lista de pelis). El niño amenaza con romperle la crisma a todos los fotógrafos que andan con sus trípodes intentando sacar una foto y nosotros nos reímos porque estamos fuera de su alcance y porque, en el fondo, queremos que le de a alguien, que los padres salgan del lugar en el que están escondidos y que haya trifulca.
Lo de la mochila te lo perdonan al cuarto día y te dejan ir a Strand. Antes de eso os tomáis un chocolate maravilloso en Max Brenner Chocolate Bar donde aprovechas para escribir otro rato. «No te dejes la mochila». En Strand te sientes como cuando tus padres te llevaban al Bazar Horta y lo querías todo pero solo te dejaban elegir una cosa. Eliges cuatro... Gornick, Karr, Ford y Gopnick. Por el camino coges seis más pero es el día del flechazo por el impermeable y aunque sabes que lo vuestro es amor verdadero no puedes gastarte más. «A lo mejor vuelvo antes de irnos» piensas justo antes de acordarte de que habéis volado con maleta de cabina y no va a caberte nada más. Se te olvida el último día o, mejor dicho, piensas que donde han cabido cinco libros y mil lápices cabe un vestido veraniego con pájaros ¡y bolsillos! que venden en el mercadillo gigante de la Sexta Avenida. Eso sí, la camiseta de This is us con la leyenda Love me likes Jack loves Rebecca de la serie This is us...se queda en el NBC Store, la cercanía a la vida real te aleja de ese gasto. Ahora te arrepientes.
Nueva York desde abajo. Harlem desde un autobús. La estatua de la libertad desde un barco, desde un velero. El puente de Brooklyn desde abajo y a lo lejos. En medio de Central Park y por encima de la copa de sus árboles. La terraza del MET es una vista inesperada, Nueva York sobre el verde de sus árboles. Admiráis la vista mientras los locales pagan 15 dólares por una copa de vino al sol. NO has visto vino español en ningún restaurante y tampoco facilidades para celiacos ni alérgicos. Lo apuntas en tu lista de cosas buenas de España, en Nueva York ni siquiera MacDonalds tiene pan de celiacos. No lo entiendes ni María tampoco.
Un día lloras. Te asalta un llanto calmo y absurdo en mitad de Central Park mientras una soprano canta Imagine en la columnata de la fuente. ¿Por qué lloras? De este paisaje te gusta que te recuerda a Robin Williams haciendo de actor desenfocado en Desmontando a Harry...esa peli te encanta, (la apuntas), ¿por qué lloras? No lo sabes. «¿Qué te pasa, mamá?» «Nada, no lo sé. Me he emocionado». El llanto desconcierta mucho a los adolescentes, es como si no supieran manejarlo, como si lo descubrieran ahora, ¿llanto? ¿agua por la cara? ¿qué hacemos con eso? ¿qué se supone que tenemos que decir? ¿qué hacer? Lo dejo correr hasta que termina. Vemos tortugas. Montamos en bici. Nueva York es plano, como Suiza. (Apunto releer Asterix)
Te duelen los pies. Esto vale para todo el viaje. Te duelen caminando, parada de pie, torturándolos con el paso museo, tumbada en la cama pero aguantas porque a Nueva York has venido a sufrir y a aprovechar cada segundo como si fuera la última vez que vas a venir. Les prometes que dentro de cuatro volveréis, cuatro años es tiempo suficiente para ahorrar y para echar de menos Nueva York.
Escribes un diario cada noche para que no se te olvide, para que no se os olvide y cuando lo coges para tratar de ordenar un post, descubres que no puedes, que un post sobre Nueva York tiene que provocar la misma sensación que te produce el MET, tiene que abrumar, parecer infinito, interminable y dejarte con ganas de que no acabe nunca para poder volver siempre.
*En la visita a la Biblioteca descubres que tu hija María no sabía lo que era un portaviones pero sí sabía lo que eran los disturbios de Stonewall que dieron lugar a la lucha LGTBI en los años 70. Te sientes orgullosa de ella y de que te lo enseñe.
**Más fotos aquí