"Que me tenga paciencia"... esa es la petición más frecuente entre mis alumnas. "Que me tenga mucha paciencia, que soy muy torpe para aprender". Y paciencia tengo. Y me lo reconocen.
Dice el catecismo de la Iglesia Católica: "Contra cólera, mansedumbre. Contra ira, paciencia." Y yo me armo de paciencia, emprendo una escalada armamentística de la virtud de la calma. Me provisiono de esperas, me equipo con tranquilidadades, adquiero paciencias de largo alcance, construyo paciencia nuclear... Sepulto el magma de la cólera bajo la pétrea corteza de un durmiente volcán, que un día puede explotar. El vaso de la paciencia también puede desbordarse. Un día me escucharán decir en un tono más alto del acostumbrado: "¡Hasta aquí hemos llegado!" Y quizás, acompañado de un golpe en la mesa, escupa toda la lava acumulada: - ¡La paciencia tiene un límite!, ¡No se puede estar repitiendo tanto las cosas: por respeto a los demás, porque les aburrimos mortalmente, porque cada una tiene el deber de enterarse a la primera si está capacitada, porque el tiempo es oro, porque repetir una cosa implica dejar de aprender otra nueva, por respeto al que te lo dice..! Mi paciencia, esa que me pides, fomenta tu impaciencia, tu percepción egoísta del mundo: ¿No ves que hay otras personas esperando también...?
Es posible que, sorprendidas, muchas de mis alumnas consideren que ese día me ha picado un bicho raro. Otras pensarán que he tenido un mal dormir. Quizá la interpelada interprete que "la tengo manía"... No es nada de eso: las aprecio a todas. Sin embargo, además de creer en la paciencia, creo en la justa cólera. Jesucristo se abandonó a la misma con los mercaderes del templo y yo no le voy a ganar en santidad al Dios mismo.
No pretendo alcanzar la santidad. Leí hace tiempo la vida de algunos santos y recuerdo uno, muy conocido por su temperamento colérico en su juventud: San Francisco de Sales. Tenía este un genio tan fuerte, tan iraascible y agitado, que enseguida se le subía la sangre a la cabeza. Sin embargo todos sus conocidos, todas sus visitas, le recordaban después amable tras su escritorio revestido de calma, escuchando con beatífica quietud. Nunca apremiaba a sus visitas, siempre les atendía pacientemente... La fama de mansedumbre, de natural bondad, de aquel hombre se mantuvo hasta su muerte. Fue entonces que le hicieron la autopsia y encontraron hasta treinta piedras en su vesícula y un hígado endurecido como una piedra debido a la tremenda tensión a que se sometía para mantener su autocontrol. Más tarde, al examinar su escritorio, descubrieron asombrados bajo el tablero las marcas de los arañazos a los que se aplicaba para que sus nervios no fueran percibidos por los visitantes pesados.
Concluyo: contra el vicio del abuso de la paciencia infinita del profesor, la virtud de la santa cólera. Nos va la salud en ello.