En términos generales, creo que Susan Sontag es una ensayista admirable: no sólo plantea algunas reflexiones sumamente llamativas, sino que además las desarrolla con un muy buen estilo, que hace que el leerla siempre sea una experiencia grata. Recuerdo especialmente con cuánto placer leí su libro Ante el dolor de los demás, en el que plantea una reflexión en torno al sufrimiento ajeno, a las formas en que lo enfrentamos y el compromiso que asumimos o no asumimos respecto a él. Y, sin embargo, no puedo dejar de llamar la atención sobre un asunto, y es que ser un buen ensayista no siempre implica ser un ensayista, ni mucho menos un pensador, sólido. Ni siquiera en Ante el dolor de los demás, que tanto me gustó, logra Sontag formular argumentos sólidos: se guía, más bien, por interpretaciones que son, en general, de corte muy subjetivo, y empujadas por ideales que, por falta de buenos capiteles, amenazan con caer en cualquier momento. De hecho, y no saben cuánto me duele decir esto, yo no sé si los libros de Susan Sontag pasen a la posteridad más que como piezas de museo, curiosidades de tiempos pasados. Pero Ante el dolor de los demás sigue siendo, aún, un libro defendible. Cosa que no sucede, en cambio, con uno de sus ensayos más famosos, y que yo considero erróneo desde cualquier punto de vista: Contra la interpretación. En él, Sontag defiende una tesis según la cual las obras de arte tendrían que ser admiradas y gozadas de la forma en que los hombres prehistóricos se relacionaron con las pinturas rupestres: en una relación ritual, puramente instintiva, sin aplicación de conceptos previos o construidos, y sin el menor rastro de articulación alegórica. Sontag, aquí, comete un par de errores que cualquier lector de Gadamer le puede echar en cara sin pensarlo demasiado (uno puede no estar de acuerdo con Gadamer, es cierto; pero critico como alguien que sí lo está). En primer lugar, lo que Sontag está planteando es que actuemos desde fuera de nuestro contexto histórico, olvidando que pertenecemos a un siglo, a una sociedad y a una cultura que es infinitamente distinta a la del hombre prehistórico. Pertenecemos a un contexto que nos determina, y del que no podemos zafarnos así nos esmeremos. Es a lo que Gadamer llamaba "Horizonte", y que supone, siguiendo a Heidegger, que el ser humano es un sujeto que se autocomprende históricamente, por un lado, y en función a un espacio en el que nos encontramos "frente a" y "en relación con" los "otros" y el "mundo circundante". En este sentido, el mundo se nos está dando en cierto modo como ya interpretado, nos guste o no nos guste, y es así que el "Horizonte" al que pertenecemos cumple también una función en ulteriores interpretaciones. Pero esto no es todo. De hecho, algo que se sigue de lo que acabo de decir es que, en cada época, el ser humano forma un "Horizonte" distinto, que va a jugar un rol fundamental y activo a la hora de plantear la comprensión o la interpretación, la de las obras artísticas incluída. Así, el error es suponer que, al encarar el arte, los hombres prehistóricos no estuvieran llevando a cabo una interpretación. Todo lo contrario: el sólo hecho de entrar en relación con un objeto y tratar de comprenderlo es, ya, una forma de interpretar. La mismísima Susan Sontag no hace otra cosa, muy a su pesar y aunque no se de por enterada: al plantear una suerte de definición o "anti-definición" de la obra de arte, ya está planteando una forma determinada de interpretarla, y no veo por qué la suya tenga que ser una mejor propuesta que la de cualquier otro. Y no sólo se trata de las obras de arte: el solo hecho de existir, el entrar en relación con algo, tratando de comprenderlo y formando conceptos, es ya interpretar. Vivir, en ese sentido, es una actividad hermenéutica, y no parece posible que sea de otra forma. Estamos condenados a ello como lo estamos a respirar. Para cerrar esta breve digresión-comentario-reflexión-crítica, insistiré en algo: sobran los motivos para seguir leyendo a Susan Sontag, pero eso sí: con todos los sentidos en alto, por si las moscas.