Contra la imbecilidad artificial

Por Revistaletralibre

Por Antonio Costa Gómez

Un montón de datos y reglas rígidas sobre esos datos. Y mover eso de forma mecánica y repetitiva. Sin salir de ahí. Eso les parece el gran descubrimiento. Cuando solo es una simplificación y una miseria. La vida es mucho más que eso.

Y hacer esas operaciones mecánicas y rutinarias le llaman “inteligencia”. Ya nada significa nada. Como se pervierten las palabras. También hablaban de “amor” los inquisidores que torturaban a los herejes o las brujas, y los estalinistas llamaban “camarada” al disidente al que atormentaban.

Y el papanatismo no acaba nunca. Les deslumbra el tratamiento masivo e impersonal. Les deslumbra que se manejen grandes cantidades. Todo consiste en la cantidad. Un millón de tornillos les parece mejor que siete cosas hechas con amor y sensibilidad. Y con verdadera inteligencia.

Y les parece que lo artificial puede suplantar a lo natural. La naturaleza les parece despreciable. Ya no quieren aprender de ella. Son tan arrogantes que saben ellos más que la naturaleza. Porque la simplifican y la reducen a fórmulas. Y sustituyen las cosas naturales por parodias, por máscaras rígidas. La rigidez es para ellos “inteligencia”.

No reconocen el espíritu porque ellos no tienen espíritu. Solo hablan de mecanismos, de reglas rígidas, de deducciones. Todo está limitado para ellos, todo se puede encerrar en fórmulas y algoritmos. Todo se vuelve previsible y cerrado. Y el futuro les parece que seguirá la línea del presente. El futuro será esto o lo otro, dicen. Eso será si seguimos en la misma dirección, digo yo. Pero podemos cambiar de dirección. Y lo que les parece el colmo de la innovación es la miseria de la repetición, tecnologismo y tecnologismo siempre igual.

Sustituyen la vida por la muerte. El original vivo por la copia inerte. Lo concreto y denso por lo virtual y vacío.

Les parece que todo es cuestión de datos y de reglas siempre iguales sobre esos datos. Pero hay mucho más. Hay espíritu, para empezar. Aunque ellos niegan el espíritu porque no tienen espíritu. Imponen el mecanicismo más ramplón y más pobre. Incluso Carlos Marx despreciaba el materialismo mecanicista. Defendía un “materialismo dialéctico”, basado en el dinamismo, en el conflicto interior creativo e imprevisible.

Pero la miseria crece cada vez más. Y la imbecilidad a la que llaman “inteligencia”.

Hay atmósfera, hay cosas imponderables. No todo es mensurable y reductible a matemáticas y cantidades. Hay cosas que se captan por la sensibilidad, por la mirada directa, por la verdadera lucidez. Hay cosas que no se someten a las reglas rígidas que les imponemos, que nos sorprenden. El filósofo Emile Boutroux cuestionó hace más de cien años las supuestas leyes de la naturaleza, que son puestas por los científicos. Y los propios científicos ven desmentidas continuamente sus leyes. Hace poco dijeron: Hemos visto un astro que no podía estar ahí. Ese astro burlaba su legislación. Porque en gran medida la ciencia académica solo es una legislación en las cabezas, un intento de domar la vida y meterla en vereda. Y a eso le llaman “conocer” y “verificar”. Y a ese seguir de manera mecánica e imbécil unas reglas le llaman “inteligencia”.

Y la supuesta “inteligencia” confunde cosas que supuestamente son “parecidas”. A veces cosas que no se parecen en nada, que solo se parecen para su incapacidad miserable. Hay que vigilarla continuamente. Y así el Google confunde “Correggio” con Colegio. Y si le pides una cosa te muestra la contraria. Y te repite lo mismo machaconamente. Aumentan muchísimo los datos y la rapidez, pero también aumenta la estupidez.

Y a esa imbecilidad queremos entregar nuestras vidas, queremos que decida sobre nosotros. Y le confiamos nuestra vida. Y estamos a su servicio, en lugar de servirnos ella a nosotros.

Las máquinas eran para ayudarnos, decían. Y ahora les ayudamos nosotros a ellos. A quién ayudan. Para quién mejoran la vida. En muchos casos solo nos complican la vida, nos acosan, nos arrinconan.

Lo terrible es esa reducción mecánica, ese reducirlo todo a unas reglas rígidas. A puros datos. La vida es mucho más que datos. Yo no estoy en ningún dato, soy más que millones de datos. Los datos son algo bruto, muerto, sin vida. Los datos son estúpidos. Yo estoy detrás de ellos, soy un espíritu. Y nunca me reducirán a una fórmula. Ni me meterán como uno más dentro de un algoritmo. Que los follen a todos los algoritmos. Digo igual que Kierkegaard cuando hablaba de la Razón Absoluta y el Estado Absoluto de Hegel. Todo para la razón y todo para el estado. Y todos intercambiables y sin personalidad propia. Y todos metidas en las Preguntas Frecuentes. Y soy como el pingüino de Werner Herzog, me salgo de la formación y me dirijo hacia el mar. O como aquella hormiga pensativa de Wooody Allen.

Meted en el culo vuestros datos y vuestras reglas rígidas sobre esos datos. Y vuestras deducciones mecánicas y miserables. Hay mucho más que eso. Hay campos infinitos de libertad y de creación. Y la Naturaleza ofrece mucho más que eso. La Naturaleza que vosotros negáis y despreciáis. Pero que te da todo lo auténtico y vivo, todo lo nutritivo de verdad. Y que está llana de espíritu, lo que vosotros no tenéis.

De espíritu, es decir, de animación y de vida verdadera. No los mecanismos repetitivos y cerrados que vosotros admiráis. La Naturaleza os puede dar todavía tantas cosas. Mucho más que vuestras fórmulas imbéciles.

Y la verdadera inteligencia es natural, es decir, libre y misteriosa, es decir, no clasificalble ni fabricable, es decir, está fuera de vuestra miseria mental. Os encerráis ahí y desde ahí no veis nada. Os encerráis sin aire. Y el aire es el que da la verdadera inteligencia, no las reglas rutinarias ni los datos brutos.

Solo admiráis la cantidad, la acumulación de datos. La masificación, el embrutecimiento. También creéis que un novelón de tres mil páginas es más que un libro de cien páginas. Pero Patrick Modiano escribe libros de cien páginas con una intensidad y una sugerencia que superan a todos los novelones. Con verdadero espíritu, con verdadera lucidez. Que te ofrecen todo un mundo con cuatro pinceladas. Que ponen en las palabras mucho más de lo que ellas tienen, y no menos, como hacéis vosotros.

Una vez llegué a la final del Premio Herralde y un compañero de trabajo me preguntó cuántas páginas tenía mi novela. Eso era lo que importaba.

Encerraos en vuestra miseria, si queréis. Yo todavía creo en el espíritu, porque lo tengo. En el “animus”, en la animación del mundo. Como decía Jung. En los símbolos que van mucho más allá que los signos.

Le llaman inteligencia a la imbecilidad. A seguir de manera bruta unos datos brutos. A aplicar mecánicamente unas reglas. Cuando el mundo está mucho más allá de nuestras reglas. Y lo que llaman “comprender” es simplificar. Por eso decía Rilke: tú no debes comprender el mundo. Hay que captarlo como es, no simplificarlo. Lo mismo decían Bergson o Heidegger.

Repetir machaconamente los mismos modelos, seguir el algoritmo o el programa. Encerrar un mundo prodigioso en cuatro esquemas y fórmulas. A eso le llamáis “inteligencia”. Pero solo es imbecilidad. Y con ella conquistáis al mundo actual. La verdadera inteligencia es abrir mucho los ojos, afinar el oído. Atender de verdad a la vida. La inteligencia no es hacer deducciones sobre la vecina, es llamar a su puerta y hablar con ella.

Un tipo se cree que sabe mucho sobre la vecina porque tiene tropecientos datos muertos sobre ella y les aplica unas reglas. Pero otro sabe mucho más porque subió las escaleras y habló con ella. Y no se basó en datos sobre ella, la escuchó a ella misma. Y captó todo lo imponderable que no cabe en los datos. Y simpatizó con ella y sintió con ella. Y miró los intersticios de sus gestos. Y escuchó la música de su respiración.

Pero vosotros seguid con vuestra imbecilidad artificial. Que fabrica parodias de los seres reales y se cree que son mejores las parodias. Es más, se cree que los seres reales funcionan igual que sus parodias. Y se quedan para siempre en la parodia.

Y lo reducen todo a ese mecanismo, se creen que yo funciono igual que esa máquina. Pero la máquina es mejor, según ellos, porque fabrica inmensas cantidades, de cualquier manera. El mecanicismo encarcelante y empobrecedor de nuestro tiempo. La religión patética del mecanicismo.

Pero unos tipos se enriquecen a mi costa, y eso es lo que cuenta. Porque me obligan prácticamente a comprar sus máquinas. Y si no lo hago me demonizan o me machacan. Como hacían los ingleses en la época colonial cuando obligaban a los chinos a comprar su opio. Porque era un gran negocio, y los chinos tenían que comprar su opio a la fuerza. Y para eso se hizo la Guerra del Opio.

Y ahora la imbecilidad artificial nos hace la guerra a nosotros. Nos arrincona. Para que unos tipos sin escrúpulos se hagan inmensamente ricos. O pobres como imbéciles, según se mire.