El sonido de unos puñetazos impactando en unos sacos de boxeo parece despertar del pequeño letargo a los pacientes kabulíes que esperan el final del ayuno del Ramadán. Una ráfaga de sonidos se entremezcla entre el gimnasio destartalado que albergan las antiguas gradas del Estadio Ghazi, testigo sin voz de las ejecuciones por lapidación durante el oscuro legado de la era talibán. Por unos instantes la rabia acumulada de la pérdida se torna en esperanza. Cada golpe se trasforma en un revés contra el horror, cada gota de sudor derramada reescribe las páginas de una historia reinventada. Shabnam, de 18 años, lleva cuatro años enfundándose unos guantes de boxeo. Es una de las veinticinco chicas que acuden tres veces por semana al Estadio. El objetivo, convertirse en una boxeadora profesional en un país marcado por más de treinta años de guerra y el legado conservacionista y patriarcal que los talibans inocularon en la sociedad diez años atrás. La mirada de Shabnam refleja la llama de cambio que Afganistán necesita para despertar del letargo. Es una de las cuatro candidatas, junto con sus hermanas, Fátima, Sadaf y Shudufa, a participar en los Juegos Olímpicos de Londres 2012 representando a Afganistán. “Con la ayuda de Dios traeré una medalla”, aspira la joven boxeadora mientras critica la situación que tiene que vivir como mujer a diario. “ Todavía las niñas se ven presionadas a abandonar la escuela y las obligan a casarse muy jóvenes. La práctica del deporte todavía sigue siendo un “privilegio” reservado a unos pocos. Una hilera de jóvenes mujeres se yerguen pacientes a la espera de las instrucciones del entrenador. El pitido del silbato rompe de facto la disciplina “castrense” que se respira en el gimnasio. El ruido de las zapatillas trotando por el lúgubre espacio deportivo se refleja en la luna de los espejos. Las más tímidas se echan las manos al velo. El continuo movimiento ha puesto al descubierto sus cabellos. Los golpes se repiten una y otra vez. Los guantes azules impactan sin descanso cortando la respiración del “punch”. “Uno, dos, tres, respira, cúbrete y lanza un izquierdazo directo al ángulo vacío que se destapa” grita Mohammad Sabir Sharifi, ex boxeador profesional que entrena a las chicas. A pesar de las amenazas recibidas, Sabir tiene la misión de prepararlas para la cita olímpica. “Tengo miedo de las represalias. Me han amenazado en un par de ocasiones, unos tipos que me reconocieron en la calle”, advierte el entrenador que denuncia “las escasas medidas de seguridad en el club” en un momento en el que el país vive una nueva oleada de violencia. “Sólo las familias de clase social alta apoyan y alientan a sus hijas a que hagan deporte. El resto, está en contra”, concluye Sabir. Shahayla, de 14 años, es la más joven del grupo y gracias al apoyo de su familia puede venir al Estadio para entrenarse. El pañuelo blanco que cubre su rostro y los guantes no son suficientes para ocultar su tierna inocencia. “Aunque cuento con el apoyo de mis padres, jamás se me permitiría abandonar el país para ir a competir a los juegos olímpicos”, explica con resignación la joven. Han pasado 15 años desde que el régimen del Mulá Omar extendiese su legado draconiano prohibiendo hacer deporte a la mujer y privándola del trabajo y de la vida pública amparándose en la ley islámica (ley Sharia). No obstante, la situación de la mujer en Afganistán todavía sigue siendo la asignatura pendiente del gobierno pro occidental de Hamid Karzai, que ve como la sociedad afgana continua reinventado los fantasmas no tal olvidados del oscurantismo talibán que continua encerrando en jaulas de azul turquesa, de árida tierra y miradas perdidas las esperanzas de la mujer en Afganistán.