La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, el blanco y negro donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.
Todo lo que pienso con respecto a la escritura es justamente lo contrario de esta frase de Roland Barthes. La escritura no es un lugar neutro. Con López-Quintás pienso que es un encuentro de dos ámbitos, dos mundos, como mínimo: el de la cultura y el de la persona que escribe. No hay nada neutro. No vamos a la escritura a zarpar desde ningún grado cero. Zarpamos desde la cultura, la historia, la propia personalidad, desde el último capítulo de nuestra identidad narrativa, y vamos hacia un destino que nos parece posible, en algún tipo de continuidad -crítica, o no, de mil modos matizada- con esos presupuestos, puntos de partida, con esa narración que es nuestro intransferible vivir.
La escritura no es un lugar para la pérdida de la identidad, no es el andén para la evasión; si ha de justificarse humanamente, ha de ser para el refuerzo, para la aclaración y la mejora de la identidad; para la valentía de ese ejercicio dinámico, ético, cotidiano, de ser persona. De ser el mismo, aunque no se sea exactamente lo mismo.
La escritura no es una lejía milagrosa.