Contra toda esperanza - Nadiezhda Mandelstam

Publicado el 12 noviembre 2020 por Elpajaroverde

«Mandelstam y yo nos conocimos el Primero de Mayo de 1919; [...]... Nos separamos en mayo de 1938. No tuvimos tiempo de decirnos nada: nos interrumpieron a media palabra y no nos dejaron despedirnos».

«Algunos poemas y textos en prosa de Mandelstam desparecieron, pero se ha conservado la mayor parte y esta es la historia de mi lucha contra las ciegas fuerzas de la naturaleza que intentaron arrasarme a mí y a los pobres trozos de papel que conservaba».

En el prólogo de Contra toda esperanza, que, por cierto, me ha gustado y recomiendo mucho, Joseph Brodsky nos cuenta que «de sus ochenta y un años de vida, Nadiezhda Mandelstam pasó diecinueve como la esposa del poeta ruso más grande de su siglo, Ósip Mandelstam, y cuarenta y dos como su viuda. El resto fue niñez y juventud. En los círculos cultos, y en especial entre la clase ilustrada, ser la viuda de un gran hombre bastaba para conferir una identidad. Esto sucedía especialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el régimen creaba viudas de escritores con una eficiencia tal que a mediados de los años sesenta había un número suficiente como para haber organizado un sindicato».

No voy a caer en el tópico de decir eso tan manido de que detrás de un gran hombre se esconde una gran mujer. Sí afirmaré que Nadiezhda Mandelstam, cuyo nombre, por cierto, significa esperanza, fue una gran compañera. Probablemente fuera una gran compañera del hombre, del esposo. Por seguro doy que lo fue del poeta. Quizás no debiera hacer distinción entre ambos, pues el deber de poeta de Ósip Mandelstam era algo intrínseco a su persona. Como el mismo declaró: «Cuando se tiene algo que decir, se dice siempre...» Sin embargo, «el poeta no es más que un hombre, un hombre simplemente, y le debe ocurrir lo más habitual, lo más característico y corriente para el país y la época, lo que nos espera a todos y a cada uno. No el esplendor y el espanto del sino individual, sino el sencillo camino «en tropel y en manada»».

Por ese camino en tropel y en manada avanzará (o empujarán a) Ósip Mandelstam. El pistoletazo de salida a ese camino lo dio un poema que el poeta dedicó a Stalin. Sospecho, sin embargo, que si no hubiera sido ese poema hubiera sido cualquier otro o cualquier otra cosa. Mandelstam era un ser frágil en muchos aspectos, pero, en otros, su voluntad era férrea, y en los años de terror que le tocó vivir «no valía la pena discutir y demostrar que un poema no leído en público ni publicado equivalía a un pensamiento y que a nadie se le podía deportar por ello».

Por ese camino en tropel y en manada le acompañará su esposa Nadiezhda. Ella no llegará hasta el final de ese camino, sin embargo. Esa interrupción a media palabra y sin despedida lo impedirá. Nadiezhda seguirá, pues, su propio camino durante cuarenta y dos años más. Pero dicho camino nunca dejará de ser el de su marido. Dicho camino no dejará de ser el del poeta. El de su poesía. Nadiezhda, fiel compañera.

«Un día cayó en mis manos un libro sobre las especies extinguidas de pájaros y comprendí de pronto que todos mis amigos y conocidos eran precisamente eso: especies extinguidas y volátiles. Enseñé a Mandelstam una ilustración del libro que representaba a una pareja de papagayos de una especie ya desparecida y adivinó de inmediato que se trataba de nosotros. Acabé por perder ese libro, pero la analogía me hizo comprender muchas cosas. Lo único que entonces no sabía es que los pájaros poseen extraordinaria vitalidad, mientras que los cuervos se distinguen por su poca resistencia para la vida».

Extraordinaria fue la vitalidad de Nadiezhda Mandelstam. Fue archivo memorístico de la obra de su marido, tanto en vida como tras la muerte de este. «El papel, dicho en general, era peligroso. Lo que reforzaba los lazos de ese matrimonio [...] era un tecnicismo: la necesidad de confiar a la memoria lo que no podía ser confiado al papel». Pero la memoria por sí sola no basta. La memoria con los años flaquea. Nadiezhda trascribía al dictado de su marido. Nadiezhda cultivó su faceta de copista. Nadiezhda guardaba; escondía; dividía los papeles con la esperanza de que si algunos eran confiscados o resultaban perdidos, otros, en cambio, se salvarían; confió ese legado a personas, algunas más confiables que otras. Nadiezhda se preguntaba: «¿Cuántas mujeres como nosotras aprenderían de memoria y por las noches los mensajes de sus maridos exterminados?» Y lo incontable de la respuesta abruma, asusta. Ninguna vida de ninguna persona es indisoluble de la época que le toca vivir. Por eso estas memorias de Nadiezhda Mandelstam son un inestimable testimonio de la Rusia de aquellos años.

«En mi infancia, cuando leía libros sobre la Revolución francesa, me hacía con frecuencia la siguiente pregunta: «¿Es posible salvarse en una época de terror?». Ahora sé con firmeza que no es posible. El que haya respirado ese aire está perdido, incluso si por casualidad conserva la vida. Los muertos están muertos, pero todos los demás, verdugos, ideólogos, ayudantes, adeptos entusiastas, los que cerraban los ojos y se lavaban las manos e incluso aquellos que por las noches rechinaban los dientes, todos ellos son también víctimas del terror. Cada capa de la población dependiendo de cómo iba dirigido el golpe contra ella, pasaba su propia forma de la terrible enfermedad que se llama terror; y hasta la fecha no se ha recobrado aún, sigue enferma y no es apta para una vida cívica normal. Ese mal se transmite por herencia, los hijos pagan por los padres y, tal vez, sólo los nietos empiezan a sanar o, mejor dicho, la enfermedad adquiere en ellos otra forma».

Ósip Mandelstam. Foto de la prisión de su expediente de investigación. 17 de mayo de 1934.


No sé qué fue lo que me llamó la atención de este libro del que supe al poco de publicarse en España, al que desde entonces he tenido en el horizonte leer, y al que no pude resistirme a llevarme a casa cuando me encontré con él en la feria del libro de la pasada Semana Negra de Gijón. No sé si fue el nombre de Mandelstam. Si esa fotografía de portada con la propia Nadiezdha Mandelstam que me transmite fragilidad a la par que fortaleza. Si la promesa de encontrarme en sus páginas con esa época de la historia rusa que tanto me fascina, como a tantas personas fascinó esa «promesa extraordinariamente presente, vibrante, emocionante, de una fractura en la historia de la Humanidad, de unos tiempos nuevos» que se inició con la Revolución de Octubre de 1917, tal y como explica (y he citado textualmente) Olivier Rolin en El meteorólogo, para luego terminar en una encerrona de pesadilla, pues, como oye decir Nadiezhda Mandelstam, «es sabido que todos aquellos que ansiaban proporcionar felicidad a los hombres sólo les causaron inmensos males»», pues, como ella misma se pregunta, «siempre habrá asesinos a sueldo, pero los viejos revolucionarios, educados en las ideas humanísticas del siglo XIX, que amaban indudablemente al género humano, que en aras del bienestar común sacrificaron su juventud, ¿qué sentían al participar  en esa «necesidad histórica»? ¿Será posible que la gente no aprenda en nuestro ejemplo que no se pueden transgredir las «leyes de la humanidad»?» No sé si fue esa intelectualidad rusa, a la que el propio Mandelstam pertenece y de la que a la vez en cierto modo fue excluido, tan peculiar y difícil de describir con palabras. No respecto a la intelectualidad, pero sí respecto a cómo cultivar y cuestionar el intelecto me encuentro en este libro con las siguientes palabras:
«La gente, cuando lee, se sumerge en un mundo ilusorio y procura recordar lo leído; dicho de otra manera, se entrega por completo al poder de la letra impresa. Mandelstam proponía que se leyese sin recordar, sino acordándose, es decir, comprobando cada palabra con la propia experiencia o bien confrontándola con la propia idea principal, la misma que le da personalidad al individuo. A su juicio, en la lectura masiva, «recordada», se ha estructurado a lo largo de los siglos la propaganda de ideales comunes a todos y se ofrecía para el consumo masivo verdades ya fabricadas y bien pulidas. Una lectura semejante no despierta el intelecto, sino que se convierte en una especie de hipnosis, aunque la época moderna tiene recursos más poderosos para privar al hombre de voluntad».

Probablemente fuera una mezcla de todos los motivos que he enumerado lo que llamó mi atención. El primero y el último de ellos supongo que se los debo a Marina Tsvietáieva. A ella y a otras muchas figuras de la vida cultural de la época se las cita en estas memorias. La que cobra entre todas ellas cierto protagonismo, sin embargo, es Anna Ajmátova, quien fuera amiga personal del poeta desde su juventud, y que lo sería también, tras el matrimonio de este, de su esposa, de quien siguió siéndolo después de la muerte del poeta.

Explica Jospeh Brodsky en el ya mencionado prólogo a este libro que la calidad literaria del mismo bebe de la convivencia de su autora con Mandelstam y de la estrecha relación con Ajmátova. El hecho continuado de memorizar poemas, repetirlos y copiarlos moldearon la mente de Nadiezhda Mandelstam para su futura prosa. Al hilo de esto, el autor del prólogo plantea varias cuestiones sumamente interesantes sobre las que no indagaré aquí para no desviarme del propósito de esta entrada.

Fotografía de Ósip Mandelstam tomada por la NKVD tras su arrestro, 1938


A mí la prosa de esta viuda de poeta me ha parecido reposada. No sé si ello es fruto de su carácter o, más bien (probablemente), de la reflexión que aportan los años trascurridos entre los hechos narrados y el momento en el que se narran. Nadiezhda Madelstam se centra, con algunas incursiones anteriores y posteriores, en las dos detenciones sufridas por su esposo en 1934 y 1938 y en el ínterin entre ambas con el exilio en Vorónezh y esa vida que «se reducía a una espera constante: esperábamos dinero, la respuesta a una carta o a una solicitud, un gesto magnánimo o la salvación». Son varios los capítulos que dedica a hablar más pormenorizadamente de la creación y obra poética de su esposo. Confieso que estos me han resultado poco atractivos. Por mucho que me atraiga esa intelectualidad rusa de la época, incluida la de la diáspora, de la que la poesía es su más alto exponente, paradójicamente esa misma poesía no me atrae demasiado. Cuando realmente brilla Nadiezhda Madelstam para mí, y cobra identidad propia más allá de ser la viuda de o testigo de una época, es cuando se pone reflexiva y analítica y sentencia con agudeza y sin concesiones pero también con cautela, respeto y comprensión. Su perspicaz juicio y la experiencia sufrida no le impide, sin embargo, hacer gala del significado de su nombre y llega incluso a manifestarse optimista respecto al futuro. Aun así, no nos dejemos engañar. Nadiezhda Mandelstam no fue una entrañable abuelita. En la fotografía de portada, tomada un año antes de su muerte, hay algo que la delata. Esa pose con el cigarrillo en la mano, esa postura semiencorvada a la par que regia, la mirada soñadora, esa media sonrisa. Tras la aparente serenidad de la anciana Nadiezhda late un aullido salvaje de rabia. Porque los libros como Contra toda esperanza, narrados sin odio pero con poderosa verdad, provocan aullidos de impotencia. Y los aullidos son el mejor antídoto contra ese silencio que tantas veces ha atentado a lo largo de la historia contra la dignidad humana.
«El toro, cuando lo llevan al matadero, confía aún en escapar y pisotear a los sucios matarifes. Los otros toros no han podido enseñarle que una suerte semejante es imposible y que el ganado que va al matadero jamás regresa. Pero en la sociedad humana se efectúa un ininterrumpido cambio de experiencias y por ello jamás he oído decir que un hombre a quien llevan al patíbulo se resista, se defienda, rompa las barreras y escape. Los hombres han llegado a considerar incluso como un acto de valor del condenado el que se niegue a que le venden los ojos. Yo prefiero al toro, su ciega furia. Prefiero al animal obstinado que no calcula sus probabilidades de éxito con la sensatez y torpeza humanas y desconoce el sucio sentimiento de la desesperanza.Más tarde medité largamente en si debía uno aullar cuando le pegan y patean. ¿Vale más refugiarse en un satánico orgullo y responder a los verdugos con un despectivo silencio? Y decidí que se debía aullar. En ese lastimero aullido que penetra de vez en cuando, y que se ignora de dónde proviene, en los sordos calabozos, casi impenetrables para el sonido, están concentrados los últimos restos de la dignidad humana y la fe en la vida. En ese aullido, el hombre deja su huella en la tierra y comunica a los demás cómo ha vivido y muerto. Con su aullido defiende su derecho a vivir, envía un mensaje a los que están fuera, exige defensa y ayuda. Si no queda ningún otro recurso, hay que aullar. El silencio es un verdadero crimen contra el género humano».

Nadiezhda Mandelstam poco después de casarse en marzo de 1922, autor desconocido


Ficha del libro:
Título: Contra toda esperanza
Autora: Nadiezhda Mandelstam
Prologuista: Joseph Brodsky
Traductora: Lydia Kúper
Traductor del inglés de prólogo: Javier Fernández de Castro
Editorial: Acantilado
Año de publicación: 2012
Nº de páginas: 656
ISBN: 978-84-15689-10-2
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