Contraataque, mi propósito de Año Nuevo (I)

Publicado el 14 enero 2014 por Eowyndecamelot

Dedicado a los compañeros y compañeras de Burgos. #GamonalResiste!

Enero  de 1294, Terres de l’Ebre
Levanté una esquina de la puerta de la tienda de campaña que me habían asignado para otear en derredor, y vi, con exasperación, que la lluvia que había estado convirtiendo los últimos días el campamento militar en un sucio barrizal no llevaba visos de amainar. Derrotada, furiosa, deprimida y, por si fuera poco, helada hasta los huesos, no podía de ninguna manera esperar que el 1294 pudiera empezar con mejor pie, tras unas Navidades, más que tristísimas, prácticamente trágicas (aunque al menos no me veía obligada a escuchar el mensaje televiso de ningún monarca o presidente donde, con torpes circunloquios escritos por sus serviles asesores, intentara justificar lo injustificable y soslayar lo insoslayable). Casi rendidos sin siquiera comenzar la lucha, embarcados en el sitio de una plaza demasiado difícil de rendir, ni por el hambre ni por la espada, mis compañeros se habían paralizado aguardando a que llegara la  justicia de la corona en forma de ayuda militar, sin plantearse que en los reinos hispánicos hace tiempo ya que la justicia ha perdido toda semejanza con las cosas que se supone que son justas, y sin ningún tipo de escrúpulo y toda la desfachatez se subasta al mejor postor. Nuestras pequeñas escaramuzas, nuestros prisioneros, no eran más que las manifestaciones ignoradas por el régimen y silenciadas por sus medios afines (todos), pero cruelmente reprimidas y en siempre creativa búsqueda de diferentes formas para mejor hacerlo, de la segunda década del siglo XXI; e, igualmente que sucederá entonces, nos resistíamos a emprender acciones más contundentes y continuábamos esperando a Godot.

Tres meses antes, y a pesar de que lo tenía todo en contra cuando escapé al galope de Blanca, Elvira y sus huestes, pensaba que tal vez las cosas podrían resolverse de otra forma. No recuerdo cuántos días viajé, aunque no fueron muchos: había azuzado a Rayo Blanco a cabalgar a toda la velocidad de la que era capaz, solo dejándole descansar lo justo para que no se derrumbara muerto de cansancio, aunque también era cierto que me había visto obligada a esquivar los caminos más concurridos y las poblaciones, por temor a encontrarme con mis perseguidores, y eso me había retrasado: era, sin duda, demasiado tarde, lo que debía de suceder ya debía de haberse producido, y ni mi información ni mis advertencias servirían ya de nada, seguramente. Y sin embargo, yo me sumía en un insondable sentimiento de culpa tras cada pequeño descanso que me tomaba, obligada por mi condición humana y dolorida por la herida de flecha que me había atravesado el brazo izquierdo y que aún seguía clavada en él (la extracción, en el caso de que hubiera tenido valor para hacerlo sola, podría haberme provocarme una hemorragia, aunque por lo menos había podido cortar la madera de la saeta para que no me molestara tanto). Y es que si quedaba alguna pequeña posibilidad de salvarles, tenía que luchar hasta el final.

Y no solo me perseguían mis enemigos: mi propia angustia me acechaba también en cada recodo del camino. Siempre he comprendido que vivo en tiempos difíciles, aunque no mucho mejores que aquellos a los que viajo, y cuando me despido de alguien siempre existe una gran posibilidad de no volver a verle: soy consciente. Pero ahora esa posibilidad se había convertido casi en una certeza, y no solo con una persona, sino con varias; con prácticamente todas las que en los últimos tiempos habían sido más cercanas para mí. Comprendía que había fracasado en los propósitos que me habían acompañado desde que había sido lo suficiente madura para formulármelos: Blanca me acuso de ser una persona solitaria, por la que nadie movería un dedo, y yo le dije que ese era justamente mi propósito, que era un precio gustosamente pagado por mi libertad. No era un farol. Sabía que nadie me quería, porque yo lo había buscado conscientemente. Es fácil aparentar insensibilidad y despreocupación, no responder a la amabilidad ajena; y en el siglo XXI, aún lo tenéis mejor: con no contestar a los guasaps ya tenéis la mitad del trabajo hecho. Lo que no es tan fácil es que estas personas a la que teóricamente ignoras no acaben metiéndose en tus huesos, convirtiéndose en imprescindibles: Yannick, con su desenvoltura, su independencia y su sentido práctico; Joanna, tan fuerte, valiente y voluntariosa: Isabel, llena de humor, lealtad y dulzura; incluso Gonzalo y Guifré, aunque no los conocía aún demasiado bien, ya estaban consiguiendo ocupar un rincón en el espacio que, mal que me pase, tenía que dedicar en mi cerebro a las emociones: qué decir de Guillaume, con sus oscilaciones entre la ambición y la ética, sus votos y la siguiente chica guapa, pero dispuesto a dar la vida por un compañero si era necesario. Y en cuanto a mi viejo amigo… creo que no hace falta que abunde en esta cuestión. A veces me pregunto si no sería mejor ser tan psicópata como el capitalismo y los que lo enarbolan, autodestructiva, sí, pero solo a la larga, hedonista, controlada solo por mis propias apetencias, poderosa pues carecería de puntos débiles. Dispuesta a condenar a la muerte, al hambre, al frío, a la desesperación a los más débiles, débiles, y pobres, sobre todo, porque han tenido escrúpulos e ideales y se han obsesionado por valores diferentes a los del dinero fácil. A veces me pregunto también si el destino del mundo es vivir controlado por esos psicópatas, si tan imposible es instaurar mecanismos de control: quizá eso es lo que nos paraliza a los medievales, y lo que paralizará a la gente del 2000.

Pero, hablando de hambre y de frío, eso tampoco ayudaba mucho. Apenas llevaba un simple manto sobre la misma camisa que me había colocado tras mi funesto baño en el río pirenaico dado que me era imposible vestirme sola, me veía obligada a dormir (lo poco que me lo permitía) prácticamente en la intemperie o en precarios y húmedos refugios. Y, aunque en la imposibilidad de disparar con arco y flecha por culpa de mi herida (no es que sea Robin Hood, pero el ruido de mis tripas resulta un excelente afinador de la puntería) me había agenciado un palo afilado y estaba dispuesta a lanzarlo sobre todo lo que se moviera, ni la época del año ni la climatología eran propicias, y la caza escaseaba. Así que llegué a las Tierras del Ebro en un lamentable estado, si saber exactamente dónde tenía que dirigirme ni qué debía encontrar, y aún menos mal que el agujero del brazo no mostraba, al menos todavía, signos de infección: es la ventaja de que tus enemigos esperen a que estés bien limpia antes de asaetearte.

Pero enseguida la realidad me mostró el camino. Al instante de adentrarme en aquellas tierras sureñas, un espectáculo de desolación me salió al paso: bosques talados, casas incendiadas, derrumbados corrales vacíos y mujeres y hombres llorosos parecían surgir por doquier. Aquello me pareció un dejà-vu: era como la España de principios del siglo XXI después de años sometida a la mafia postfranquista, desde la Gürtel a Sacyr, desde la ITV catalana a Canal 9,y mucho más allá y más acá. Abordé a uno de los lugareños, un anciano que se mesaba los cabellos en la esquina de una casa destruida.

-Perdona que te importune, buen hombre, pero ¿qué ha sucedido aquí?

Levantó los ojos anegados en lágrimas para mirarme, y supongo que dado mi desastrado aspecto me creyó también una víctima. Dejó por un momento las manifestaciones de su pesar para comunicarme:

-¡Los Entença! Han sido los Entença. Esos engendros de Satanás han arrasado los dominios de los Caballeros, desde Ascó a Benifallet. No han dejado nada para nosotros, y se han llevado a nuestros mejores hombres y mujeres. ¿Qué vamos a hacer ahora?

De nuevo las vidas y las haciendas de los pobres vendidas al mejor postor. ¿Qué íbamos a hacer ahora? Eso mismo me preguntaba yo.

-No te dejes llevar por la desesperación. Los Caballeros os auxiliarán, sin duda alguna –no estaba tan segura yo de ello, a pesar del convencimiento que mostraban mis palabras. Dudaba de que existieran medios para hacerlo, y aún más de que existiera voluntad real; siempre es fácil olvidarse de los más desfavorecidos; incluso si no se es del PP, y hasta si se supone que se es de izquierdas. Pero si de mí dependía, pensaba arrancar al Comendador de Cataluña un compromiso firme de socorrer a aquellos pobres aldeanos, que ninguna culpa tenían de las disputas entre la poderosa orden y la orgullosa y cruel familia; y no pararía hasta verlos a todos metidos en una cárcel. O mejor, en un CIE. El campesino me miró con incredulidad, y yo me apresuré a asentir repetidas veces, subrayando mi inexistente seguridad-. Mi hermano es uno de sus miembros más destacados y yo necesito reunirme con él. Puedes estar seguro de que hablaré en vuestro favor. ¿Sabes dónde está el campo de batalla?

Dudó un momento, mientras me miraba, y luego hizo un gesto impreciso con la mano.

-Dicen que se lucha alrededor del castillo de Corbera d’Ebre –todavía estaban allí, entonces. ¿Y si aún no era demasiado tarde? El hombre añadió-. Yo ya no espero nada, muchacha.

¿Qué podía contestarle a eso? ¿Acaso esperaba yo algo de la vida, del género humano? ¿Acaso mis escasas luchas no eran siempre descreídas de sí mismas, luchas sin esperanza? Sin embargo, era la única manera de mantenerse con vida. Luchando. Y aquel viejo ya había perdido aquel hálito: probablemente no le quedaba nada por lo que pelear

-Aguarda –le dije solamente-, confía y aguarda. Volveré.

Tomé el camino que creía de Corbera, agitada por emociones contradictorias. No me hallaba lejos, y al subir una colina coronada por un bosquecillo bajo, en un recodo del camino, me sobresaltaron dos figuras que estaban al acecho de algo. Una de ellos era un hombre joven que llevaba la capa negra y el hábito negros con la cruz roja en el hombro y el pecho respectivamente de los sargentos templarios; flaco y de no muy aventajada estatura, estaba acompañada de un muchacho casi adolescente, más alto y corpulento que su compañero, cuyos labios se fruncían en una mueva de hastío. Sostenía con desgana un arco y una flecha con los que parecía apuntar al infinito.

-Atento, Gerard –decía el mayor, sin aún haber notado mi presencia-. El conejo está ahí, lo sé. No te muevas un centímetro y verás cómo acaba asomando la cabeza.

El más joven bufó: al parecer, no entendía las técnicas de caza de su acompañante, así como tampoco yo veía nada claro que el pequeño y sabroso mamífero fuera a sentirse tan atraído por aquel claro en concreto como para huir de la seguridad del bosquecillo, por muy inmóviles que se mantuvieran los supuestos cazadores (al menos su inexperiencia proclamaba que no eran asiduos del coto de la Cospedal). Así que no tuve demasiados  inconvenientes en interrumpirles.

-Con Dios, amigos. Veo por vuestro uniforme que servís con los caballeros de Cristo y desearía que me condujerais a su puesto de mando. Tengo información que les podría ser útil y me están esperando –dudaba que lo último fuera verdad: a pesar de sus dificultades, mis amigos habían demostrado escasa preocupación por mi suerte. Pero ya estaba acostumbrada.

El mayor me recorrió de arriba abajo con la mirada, estupefacto.

-¡Por la Santísima Virgen! ¡Esos malditos Entença! Por lo que veo, debéis de haber sufrido mucho en sus manos. No me imaginé que se atrevieran con una dama noble. ¿Qué es lo que os han hecho? –el exagerado dramatismo de su palabras y el brillo lúbrico de sus ojos me hizo desconfiar de inmediato.

-No soy una dama noble, joder –contesté, iracunda-. Y los Entença no me han hecho nada. No ha nacido el hombre que se atreva a ponerme una mano encima, al menos sin mi consentimiento, y si alguno lo logra no vivirá lo suficiente para disfrutar de ello. Así que no esperéis escuchar procaces historias de violaciones de mis labios y haced el favor de contestar a mi pregunta. Mi intención es hacer un servicio a vuestra orden, voto al cielo.

Mi interlocutor se mostró de inmediato contrito y pensé que tal vez le había juzgado demasiado duramente; la verdad, pierdo los estribos cuando alguien me supone miembra de esa casta llena de inmerecidos aunque cuantiosos privilegios.

-No era mi intención incomodarte, muchacha. Solo auxiliarte, porque está claro que necesitas ayuda. Ven con nosotros, te conduciremos al campamento. Supongo que estás informada de lo que ha pasado: desde el mes pasado, los Entença han emprendido una campaña contra nuestras tierras, y están pasándolo todo a sangre y fuego y llevándose a los lugareños para pedir rescate o bien para venderlos como esclavos. Tomaron el castillo de Corbera, pero hemos podido reunir una fuerza al mando de frey Pere para sitiarlos…

-… frey Pere, comendador de la pequeña encomienda cercana a Miravet? Le conozco –interrumpí yo, recordando al anciano jefe de Guifré-. Me extraña, sin embargo, que el comandante no sea el responsable de alguna de las encomiendas más importantes.

Su mueca fue de sorpresa.

-¿Le conoces? Entonces sabrás sus 40 años de servicio en Tierra Santa. Es un gran guerrero y un mejor estratega, pese a su edad–confirmó con orgullo, después de una pequeña pausa-. Pero la misión es difícil. Nuestros hombres no son lo suficientemente numerosos como para rendir el sitio por las armas, y los del castillo están suficientemente bien pertrechados para aguantar meses. Aparte de que no descartamos que otros miembros de la familia nos ataquen por la retaguardia. El comendador de Ascó y el de Cataluña están en conversaciones con nuestro amado monarca Jaume, así Dios le conserve por muchos años, pero…

Lo entendí perfectamente.

-… pero no está dispuesto a comprometerse con vosotros más allá que con palabras, lo imagino. ¡El Rey tiene tantos problemas! Pobrecito. Yo diría que está atravesando un auténtico martirio.

La ironía de mis palabras era voluntariamente patente. Él, con prudencia, ni afirmó ni negó: por el contrario, decidió presentarse.

-Me llamo Esquieu de Floryan, de Tolosa, y este es el hermano Gerard, aspirante a templario. Le estaba enseñando a cazar, aunque sin mucho éxito; me temo que no soy el mejor cazador del mundo. Pero el hambre aprieta y es difícil abastecer a un ejército aunque sea tan poco nutrido como el nuestro, sobre todo dada la destrucción de los pueblos de alrededor. ¿Y tú, mujer misteriosa, que vistes como una guerrera y pareces saber tanto de nosotros? ¿Cuál es tu nombre? Supongo que no tendrás que ver con…

-… Eowyn de Camelot es el nombre por el que me conocen –aclaré yo, y vi cómo en el rostro del sargento nacía una expresión artera.

-¿La hermana del Visitador General? -mi fingido parentesco me perseguía-. Es curioso…

Sus palabras me parecieron absurdas, pero había preguntas más urgentes.

-Si lo conoces… -mi voz temblaba- entonces dime cómo está. Él y los amigos que le acompañan. Y también… -el miedo me atenazaba la garganta- otra persona…

Me miró con algo que me pareció desconfianza. ¿O era desconcierto? Esperó unos instantes eternos antes de hablar.

-Creo que será mejor que esperes a estar ante frey Pere…

-Por favor, Esquieu –le espeté yo, a punto de estallar-. He cabalgado durante no sé cuántos días con una flecha clavada en el brazo, helada de frío y sin comer ni una baya silvestre, y no sé si amigos muy queridos que sin duda se hallan en ese campamento están vivos, muertos o maltrechos. Así que dímelo enseguida o te prometo que el trofeo de esta partida de caza serás tú.

En el calor de mi indignación no me percaté de que Gerard se había colocado a mi espalda, tan cobardemente como un Wert cualquiera, destrozando el futuro del país mientras se rodea de esbirros, hasta que no sentí sus manos rodeando mi cuello; tal vez hubiera podido zafarme de no haberse sumado Esquieu, sujetando mis brazos y piernas entre los suyos. Noté que me faltaba el aire, pero antes de perder el conocimiento pude escuchar al sargento decir al aspirante:

-Tal vez no soy el mejor cazador del mundo, pero hoy nadie negaría que me he cobrado una buena pieza (sigue).