Contradecir la opinión de uno mismo es mojar la mano en la propia sangre. Y resulta que el centro de diálisis de la historia funciona a pleno rendimiento depurando unos fluidos escarlatas corrompidos hasta decir basta. Verbigracia. El bueno de Rousseau abandonó a sus cinco hijos en un orfanato al tiempo que medraba entre la aristocracia francesa. El hombre que tanto escribió y aleccionó sobre la bondad natural del ser humano y su necesidad de establecer un nuevo contrato social con la comunidad, terminó triturando los eslabones más básicos de la misma. El Padre del Estado convertido en un Monstruo de Amstetten es su propio hogar. Su desequilibrio mental le llevó a perfeccionar las artes del malabarismo hasta tal punto de dedicarse a machacar a una clase social de la cual se servía. Y las de delfín, pues fue capaz de nadar sin mojarse la ropa. Mientras daba lecciones de educación en su Emilio, no sólo abandonaba a sus hijos, sino también a su mujer. La historia ha demostrado que fue su acentuada manía persecutoria la que le hizo actuar con un cinismo rayano con la obscenidad durante toda su vida. Igual suerte corrió su coetáneo Fouché. Mientras inquiría con el dedo índice enhiesto que «el republicano no necesitaba más que hierro, pan y cuarenta escudos de renta», se permitió vivir bañado en oropeles durante la mayor parte de su vida. Tal es así que fue uno de los grandes terratenientes de la época.
Y como el agua busca el río, por los mismos andurriales se movió San Marx. La conciencia del proletariado vivió muellemente en el estrato del dos por ciento de las personas más ricas de Inglaterra. Recibió millones de Engels en los últimos años y todo lo gastaba, de modo que siempre pedía más. Jamás trabajó como asalariado. En el terreno de la moral no es que fuera una antorcha. No sólo dejó embarazada a su sirvienta, sino que se negó además a mantener al retoño no deseado. Tanto es así que finalmente tuvo que ser acogido por una humilde familia. La razón de no querer dar techo a quien compartía su misma sangre fue la de no perder su posición de privilegio entre la intelectualidad de la época. El dinero que todo lo puede. Chocaban así sus contrariedades como dos piedras de sílex hasta hacer saltar chispas. El hombre que quiso redimir a la humanidad no fue capaz de salvar a quien había concebido por una fuga de hormonas no controladas. Cosas veredes... Contradicciones rampantes en la acera de enfrente también. El mal llamado padre del liberalismo, Adam Smith, exigía de puertas afuera lo que negaba dentro. Al tiempo de concluir su obra insignia, La Riqueza de las Naciones, fue nombrado Comisario de Aduanas en Escocia. Aquel que con una mano pedía la prohibición de los aranceles, impedía la libertad de comercio internacional con la otra.
Y entre engañifa mayor y engañifa menor, alguna que otra desmitificación. Tal es así la del hasta ahora celestial Robin Hood. Según un manuscrito medieval descubierto por la Universidad Saint Andrews, no sólo robaba a los ricos como cuenta la leyenda, sino que también se pegaba sus banquetes con los pobres. Algo así como el socialismo, que esquilma y roba a quien dice proteger hasta el punto de dejarlos desnudos mientras mantiene entre fastos a una opípara Nomenklatura.
Pero no todo queda a años vista. En nuestros días, los mismos cangilones de la noria de la Hipocresía y el Cinismo siguen girando sin parar. Pasando por alto a todos estos progres nuestros al uso de Almodóvar, quien tiene invertidos más de siete millones de euros en una sociedad inmobiliaria mientras echa su cuarto a espadas desmochando a la España del ladrillo y el supuesto neoliberalismo, o el seráfico Bono de U2, que entre consigna y consigna saca tiempo para colar su cadena de hoteles en los Países Bajos en busca de mayores exenciones fiscales. Tanto es así que incluso Oxfam se ha desvinculado de un personaje que mientras pide más ayuda al tercer mundo en su lucha contra la pobreza, se permite pagar un cinco por ciento de impuestos en un régimen especial para inversores extranjeros mientras que el resto de trabajadores dejan el treinta y cinco al pasar por la caja del Fisco. A Dios rogando y con el mazo dando, que podría decirse. Todo muy cómico. Pero la corona de laureles –apolillados y roídos de ratones, que diría Galdós– se la lleva Noam Chomsky. El cañón de la izquierda mundial y experto en apuntar al centro de la santabárbara del buque capitalista, se mueve como sardinilla en el agua dentro del mismo capitalismo que acribilla. Después de dedicar gran parte de su vida intelectual a azotar los paraísos fiscales y los fideicomisos, se puso manos a la obra y creó el suyo propio. Con un patrimonio de más de dos millones de dólares, no dudó en chocarle sus cinco a la empresa Palmer and Dodge, mientras nombraba a su abogado fiscal e hija como fideicomisarios. Cuando un periodista le preguntó por el hecho mismo, el bueno de Chomsky respondió: «No voy a disculparme por apartar dinero para mis hijos y nietos». Como si el operar de todos esos malditos capitalistas y burgueses fuese otro distinto. Y es que pájaro viejo no entra en jaula. Podrá deshacerse en carantoñas y arrumacos con la Señora Redistribución de la Riqueza, pero siempre y cuando no se trate de la suya propia. Por lo demás, números bien cuadrados. Conferencias a doce mil dólares en la lonja universitaria; Cd’s con antiguas conferencias grabadas por trece dólares; fragmentos aislados de la misma conferencia a setenta y nueve céntimos; así como una buena legión de libros basados exclusivamente en entrevistas y conferencias. Todo ello con el consabido aviso de no flagelar sus derechos de autor mediante copias, como ya advierte en su propia página web, mientras que de cara a la galería –la de los doce mil euritos. Es decir: las conferencias– gasta un odio visceral a la propiedad privada y la propiedad intelectual, considerándolo un horrendo mecanismo de protección. Finalmente y como ya peina en canas, pensando en su plan de jubilación no acudió a los bonos del estado, sino que tiró de un fondo de valores privado –TIAA-CREF– y en cuya cartera de valores de inversión se encuentran múltiples empresas contra las que inasequible al desaliento lucha el propio Chomsky. Suma y sigue.
A finales del verano de 2003, más de uno pensó que los escribanos de la Historia se disponían a añadir algunos renglones torcidos a una obra de por sí inconclusa. El hallazgo de un osario en un barranco en Órgiva, Granada, hizo que como cerdos en torno al dornajo salieran a la palestra profesores de universidad e interesados varios en reescribir la historia. Sin pruebas ni estudios concluyentes, se lanzaron a la aventura de poner a la venta la piel invisible del oso que aún no cazaron. Ríos de tinta corrieron sobre el asunto, hasta tal punto que El País le dedicó la primera página al hallazgo. Estaban a punto de abrazar un Paracuellos a la inversa. Hasta que de repente, las nubes negras les aguaron una primavera que llegaba temprana. Los informes del forense concluían que donde supuestamente criaban malvas alrededor de cinco mil fusilados por el bando nacional no descansaban más que los huesos de un buen puñado de cabras y perros. Y toda la batahola revanchista caminó de nuevo dirección al campamento de invierno con las orejas gachas y el rabo entre las piernas; pero ansiosa de encontrar un nuevo Becerro de Oro que mitificar. A kilómetros de Órgiva, en el paraje de Fuente Grande de Alfácar, comenzaron en 2009 por fin las ansiadas excavaciones en busca de los restos mortales de un tal Federico García Lorca. Todo un símbolo de abnegación y martirio. Continuaba así dando bocanadas de aire una obsesión por Federico que nunca perecería. Y no del Federico poeta, sino del Federico símbolo. Convertido en icono y casi Tótem por los republicanos de izquierda. Chirriándoles los dientes y con los puños apretados cada vez que la familia del propio Lorca se opone a la apertura de cada una de esas fosas en las que se encontraría –una vez más– al finado poeta, se disponen a recibir una lluvia de hostias sin manos que caerán a calderadas.
En la nota 15 del capítulo IV de la obra de Arnaud Imatz, José Antonio: entre odio y amor, se alude a una entrevista publicada en 1968 en la revista Nuestro tiempo. En ella habla el poeta Luis Rosales acerca de la muerte de Lorca: «Siempre he pensado que quien denunció a Federico debía tener una enorme influencia política. No puede ser de otro modo considerando la extraordinaria movilización de fuerzas desplegadas para prenderle en un momento en el que no debía haber en Granada más de cien combatientes aptos para luchar en el frente y donde un arresto era cuestión de enviar tan sólo una pareja de la Guardia Civil. El arresto de Federico en casa de mis padres parece haber sido un episodio de la rivalidad CEDA-Falange, una maniobra política del diputado de la CEDA en Granada, Ramón Ruíz Alonso, con el fin de provocar un gran escándalo capaz de arruinar al partido rival, demostrando que los más importantes jefes falangistas esconden en sus casas a amigos rojos». ¿Rojos? Sabido es que Lorca no sólo se codeaba con la familia Rosales, todos ellos falangistas de carné. También se tiene constancia de la amistad que le unía nada más y nada menos que a José Antonio. Del fundador de la Falange llegó a decir: «José Antonio. Otro buen chico. ¿Sabes que todos los viernes ceno con él? Solemos salir juntos en un taxi con las cortinillas bajadas, porque ni a él le conviene que le vean conmigo ni a mí me conviene que me vean con él».
Toca ordenar la cacharrería y hacer inventario. Viene a colación todo esto dada la información que hace escasas semanas publicó el periódico Ideal. Se refería al audio de una entrevista salida a la luz que data de 1966, en la cual Luis Rosales es entrevistado por el hispanista Ian Gibson. En ella, Rosales pasa por el tamiz todo aquello cuanto conocía del Lorca político. Sostenía que en sus conversaciones nocturnas al llegar del frente, el propio Federico le comunicó que era «partidario de una dictadura militar» que acabara con la escalada de violencia entre los unos y los otros. Es más, llegó a espetarle al historiador que Federico tenía un pensamiento de derechas. Lejos de esa imagen al uso que nos venden por estos pagos los feligreses y nuevos catecúmenos del antifranquismo retrospectivo, se nos dibuja poco a poco con pincelada leve un Federico alejado de los cánones de la izquierda republicana comecuras y de daga pronta.
José Antonio, que gozaba de un magnetismo abrumador, una oratoria brillante y una pluma áurea, supo no sólo convertirse en menos que canta un gallo en el líder de Falange Española, sino que atrajo casi gravitacionalmente a los anarcosindicalistas de las JONS. Un proceso osmótico que hizo desertar a los miembros más reaccionarios de FE y los más izquierdizantes de la JONS. Y es que José Antonio luchó con gran brío y mayor pasión por acabar con el partidismo nacional, por romper con las izquierdas y las derechas, hasta tal punto de llegar a escribir que «el ser derechista, como el ser izquierdista, supone siempre expulsar del alma la mitad de lo que hay que sentir. En algunos casos es expulsarlo todo y sustituirlo todo por una caricatura de la mitad». De ahí que fuera un fervoroso anticomunista sin dejar de enfrentarse por ello a liberales y capitalistas. Tanto es así que Unamuno –liberal de corazón y no de etiqueta– entró en la caja de ébano acolchado sin comprender qué era exactamente el fascismo joseantoniano; pero, sin embargo, sintió una enorme admiración personal por José Antonio que manifestó en no pocas ocasiones. Es por ello que llegó a acoger como Rector de la Universidad de Salamanca uno de los actos de FE-JONS. Y es que las virtudes intelectuales de José Antonio, especialmente su oratoria, carisma y lucidez a la hora de poner en negro sobre blanco sus ideas, atraían a intelectuales de todos los puntos de la brújula. De ahí que incluso Juan Ignacio Luca de Tena le tendiera un puente en ABC a raíz del secuestro del semanario El Fascio, en el que colaboró junto a Sánchez Mazas, Ledesma Ramos, Onésimo Redondo y Ruíz de Alda, entre otros, y en el cual exponía su visión del fascismo. Una visión bastante aguerrida con el fascismo italiano de Mussolini, pues no dudaba en mostrar su mordacidad respecto al corporativismo italiano pero abrazando, sin embargo, al proletariado –de hecho hasta eligió el azul de la vestimenta falangista por considerarlo un «color proletario»– Unos hechos que, aun así, hacen chirriar los goznes de la puerta de la conciencia temporal cuando personajes como Lorca se codearon con un José Antonio que causaba amor y odio a partes iguales en un momento de la Historia en que las dos Españas se tornaban más irreconciliables que nunca.
No obstante, los que antaño callaran hogaño ladran. Mostrando un odio caníbal hacia una Falange que les es totalmente ajena en tanto que sus baños de prejuicios terminan cegando los ojos con un agua sucia de revancha, desprecian a unos falangistas con los que Federico se sentía al parecer bastante cómodo intelectual y formalmente. Pero las necrofilias afloran como los lirios en primavera. En paños menores se queda el opúsculo de Carlos II a la momia de su padre en el pudridero de El Escorial a fin de sacudirse, como si de moscones se tratara, el supuesto hechizo de su esterilidad que le acompañaba desde que, siendo aún niño, se negara a besar a Felipe IV en el lecho de muerte; o las exhumaciones de Felipe el Hermoso a manos de su viuda Juana, en La Cartuja de Miraflores, con objeto de cerciorarse de que sólo fuera su corazón quien se pusiera en camino junto a los neerlandeses y tener así la tranquilidad de que su cuerpecito siguiera pudriéndose junto a ella. Moco de pavo comparado con las obsesiones necrofílicas de la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica, en general, y los lorquianos, en particular.
Las dos Españas se vuelven más macabras y obscenas que nunca. Hacer negocios ideológicos con quienes yacen bajo tierra es síntoma de una ataraxia moral propia de una sociedad puramente revanchista. Máxime cuando los cristales de la Historia misma presentan ciertas opacidades. Recubrir la figura de los falangistas con la farfolla de la derecha más casposa y violenta cuando no fue más que una izquierda católica al margen de la lucha de clases y, atribuirle a Federico García Lorca un odio a esa misma Falange –supuestamente derechista– mientras se carteaba con José Antonio y paseaba con las cortinillas bajadas para no ser delatado, denota cierta sumisión a los dictados del triunvirato de la Ideología, la Fe y la Ignorancia. Las contrariedades con las que tropiezan estos turiferarios de la peste no hace más contaminar hasta la enfermedad una tierra de por sí arriscada y yerma. Quizás el propio Lorca le dedicara unos versos a todos esos revanchistas que, en boca ajena, ponen palabras y hechos que con el paso de los años comienzan a columbrarse harto desfigurados.
La Memoria de una guerra unifica, la Revancha disgrega. Y en ésta última andan. Nadie lo ha contado mejor que Sánchez Dragó en sus Muertes paralelas, en el que narra o, más bien, evoca y lamenta, «la historia –muertes paralelas, consignas convergentes, infamias equivalentes, fratricidios análogos– de José Antonio Primo de Rivera y, a su trasluz, la de Miguel Hernández y Antonio Machado, la de Federico García Lorca y Pedro Muñoz Seca, la de Maeztu, la de Ledesma Ramos, quizá la de Buenaventura Durruti y, en todo caso, la de los cientos y cientos de miles de españolitos de la primera mitad del siglo XX que vinieron al mundo en un país permanentemente malhumorado y probablemente irredimible, y en una época de abyección generalizada, y a los que esa época –dies irae– y ese país invertebrado, bicéfalo, esquizofrénico, sadomasoquista y parricida helaron el corazón. Yo soy uno de ellos. Nací, ya lo dije, en el 36». Muertes paralelas. Ni buenas ni malas. Paralelas...
Pobres aquellos que remueven la tierra en rescate de la memoria de un Lorca que elevan a la categoría de mártir de la izquierda y la República ignorando que lloraría las muertes de José Antonio y Rosales –y quizá la Falange misma– más que la de ellos mismos. Las contrariedades de España.