Levanto la vista: el altavoz anuncia mi estación. Me cuesta volver al mundo, pero al fin coloco el marcapáginas, cierro el rectángulo mágico y guardo las gafas en el estuche. Me levanto y espero, situado a la espalda de algunas personas que están delante de la puerta. Y entonces me fijo. A mi izquierda, una chica joven pulsa nerviosamente las teclas de su Blackberry. El tipo de las gafas que tengo delante mueve la yema del dedo índice por encima de su iphone, la página del diario La Razón en la pantalla. La rubia de al lado lee un mensaje en un teléfono móvil cuya marca no identifico, aunque sí logro ver el texto: "Ya somos 18 para lo del sábado". Cuando llegamos a la estación hay bastante gente esperando. El tren se detiene y se abre la puerta. Mientras salgo, veo cómo dos de las personas que entran al vagón van consultando sus aparatos móviles, puede que hablando con alguien del otro extremo de la Tierra. Es el siglo XXI, en un país europeo cualquiera.
Una cantidad de tiempo irrisoria, apenas siglo y medio, las separa, pero ambas imágenes parecen representar mundos diferentes, seres distintos. El contraste me golpea, y tengo la sensación de que algo indeterminado se me escapa.